YO LO LLAMABA OLIVER, MI HERMANO

 

 

 

 

 

Crecí en un hogar donde mi hermano estuvo en la cama durante 32 años; en el mismo rincón de su habitación, bajo la misma ventana, bajo las mismas paredes amarillas. Era ciego, era mudo. Tenía las piernas torcidas.

 

No tenía fuerza suficiente para levantar la cabeza o la inteligencia para aprender cualquier cosa. Oliver nació con una lesión cerebral grave que lo dejó en un estado permanente de impotencia.

 

Actualmente soy profesor de literatura inglesa. Cada vez que expongo en mi clase la obra de teatro sobre Helen Keller, «El milagro de Ana Sullivan», cuento a mis estudiantes la historia de Oliver.

 

Un día, durante mi primer año como docente, intentaba describir la falta de reacciones de Oliver, cómo se le debía dar de comer, que nunca habló. Un joven de la última fila alzó la mano y dijo:

 

-Señor De Vinck, usted quiere decir que era un vegetal.

 

Quedé paralizado durante unos segundos. Mi familia y yo cuidamos de Oliver, lo alimentamos, cambiábamos sus pañales, colgábamos sus ropas y sábanas mojadas en el sótano durante el invierno, y las poníamos a secar en el césped cuando era verano. Siempre me gustaba ver cómo los saltamontes brincaban sobre ellas.

 

Bañábamos a Oliver y le hacíamos cosquillas para hacerle sonreír. A veces dejábamos la radio en su habitación, pero corríamos las cortinas de la ventana cerca de su cama para que el sol no quemara su sensible piel.

 

Lo oíamos reír mientras veíamos la televisión o mover los brazos para que la cama rechinara. Lo escuchábamos toser a medianoche.

 

-Bien… -respondí al joven alumno-, supongo que podrías decir que era un vegetal. Yo lo llamaba Oliver, mi hermano. Tú lo habrías querido mucho.

 

Un día de Octubre, en 1946, cuando mi madre estaba embarazada de Oliver, su segundo hijo, mi padre se levantó de la cama, se afeitó, se vistió y fue a trabajar.

 

En la estación de trenes se dio cuenta de que se había olvidado algo, de  modo que volvió a casa y notó el olor de gas que despedía la estufa.

 

Mi madre estaba inconsciente en su lecho. Mi hermano mayor dormía en su cuna, la cual estaba muy por encima del suelo, por lo que el gas no le afectó.

 

Mi padre los sacó de la habitación, por el corredor, hasta llegar afuera, donde mi madre se recuperó rápidamente, y así terminó todo.

 

Seis meses después, el 20 de Abril de 1947, nació Oliver: un hermoso bebé, regordete y de aspecto saludable. Oliver se parecía a cualquier otro recién nacido, como les decía mis padres a mis hermanos y hermanas.

 

No había ninguna señal de que algo anduviera mal, pero una tarde mi madre llevó a Oliver frente a una ventana y lo sostuvo en sus brazos; Oliver miraba directamente hacia el sol, sin parpadear; en ese momento mi mamá se dio cuenta de que Oliver era ciego.

 

Mis padres advirtieron durante los siguientes meses que Oliver no podía alzar la cabeza ni gatear, caminar o cualquier otra cosa. No sostenía nada en la mano y no podía hablar. De modo que lo llevaron al hospital Monte Sinaí, en Nueva York.

 

La única explicación en la que todos concordaban era que el gas que mi madre inhaló dormida durante el tercer mes de embarazo afectó a Oliver, causándole la grave condición incurable antes de que naciera.

 

Cuando nuestros hijos sufren, intentamos curarlos; cuando están hambrientos, los alimentamos; cuando están solos, los consolamos.

 

-¿Qué podemos hacer por nuestro hijo? -preguntaron mis padres.

 

El doctor dijo que quería dejarles claro que no se podía hacer absolutamente nada por Oliver. No quería darles falsas esperanzas y les dijo que podrían mandarlo a un asilo. Pero mis padres respondieron:

 

-Es nuestro hijo. Desde luego, llevaremos a Oliver a casa.

 

El buen galeno comentó:

 

-Entonces llévenlo a casa y ámenlo.

 

Supongo que ese era un consejo sensato. El doctor pensó que Oliver posiblemente no viviría más de siete años, tal vez ocho.

 

El crecimiento de Oliver se detuvo cuando cumplió 10 años. Tenía un pecho grande, una gran cabeza. Sus manos y pies correspondían a los de un niño de cinco años, débiles y pequeños.

 

En Navidad le regalábamos cereales para bebés y le humedecíamos la cabeza en pleno calor de Julio. Oliver sigue siendo el ser humano más impotente que alguna vez conocí, el más débil que conozco y, sin embargo, era uno de los más poderosos.

 

Como profesor, pasé muchas horas preparando lecciones, deseando influir en los estudiantes de un modo significativo. Todos pasamos por la tarea de criar hijos y enseñarles valores, esperando que con ello se sobrepongan, tras todos nuestros esfuerzos.

 

Oliver no podía hacer absolutamente nada, excepto respirar, dormir y comer y, sin embargo, era el responsable de acciones, amor, valor, reflexiones.

 

Para mí, fue criado en un hogar donde la tragedia se convirtió en felicidad, lo cual explica en gran medida por qué soy el esposo, padre, escritor y maestro que soy ahora.

 

No olvido lo que decía mi madre cuando yo era pequeño:

 

-¿No es maravilloso que puedas ver?

 

Y una vez me comentó:

 

-Cuando llegues al cielo, estoy segura de que Oliver correrá, te abrazará y lo primero que te dirá será «gracias».

 

Eso impresiona mucho a un muchacho. Soy yo quien debe agradecer a Oliver y a mis padres por definirme los límites del amor, que son la casa, el patio y los bosques donde corrí y jugué.

 

Todo ese tiempo Oliver reía y dormía entre sus sábanas limpias, bajo la ventana, día tras día.

 

En cierta ocasión, pregunté a mi padre:

 

-¿Cómo pudiste cuidar de Oliver durante 32 años?

 

Y él me respondió:

 

-No fueron los años, sino que simplemente me preguntaba «¿Podré alimentar hoy a Oliver?» Y la respuesta siempre era: «Sí puedo».

 

Alimentar a Oliver toda su vida fue como dar de comer a un niño de ocho meses. Su cabeza siempre yacía sobre sus almohadas. Si se le acercaba a la boca una cucharada de comida, él sentía la cuchara, abría la boca, luego la cerraba y finalmente tragaba.

 

 Aún puedo oír el sonido del cubierto que tocaba el plato en el silencio de la estancia.

 

De niño temía a la oscuridad y compartía mi habitación con un hermano menor. Nuestro cuarto estaba separado del de Oliver por una sola pared, 10 centímetros de madera y de yeso nos separaban durante la noche.

 

Respirábamos el mismo aire nocturno, escuchábamos el mismo viento. Lentamente, sin que lo supiéramos, Oliver creó un cierto poder a nuestro alrededor que cambió nuestras vidas.

 

No puedo explicar su influencia, excepto al decir que la impotencia en este mundo tiene un gran poder, y a veces los débiles confunden a los fuertes.

 

Cuando tenía veinte años conocí a una joven y nos enamoramos. Tras unos meses, la invité a cenar para que conociera a mi familia.

 

Después de las presentaciones y la charla circunstancial, mi madre fue a la cocina para revisar la comida; entonces le pregunté a la muchacha si le gustaría ver a Oliver.

 

Por supuesto que ya le había hablado de mi hermano. Ella respondió que no, que no quería verlo. Sentí como si me hubiera abofeteado. Sólo dije algo cortés y fui al comedor.

 

Poco después conocí a Rosemary, una hermosa joven de cabello y ojos oscuros. Me preguntó los nombres de mis hermanos y me regaló un ejemplar de «El principito»; le encantaban los niños.

 

Pensaba que era maravillosa y la llevé a casa para que conociera a mi familia. Hubo presentaciones otra vez, charla circunstancial y cena. Luego llegó el momento de alimentar a Oliver.

 

Entré a la cocina, tomé el plato, el huevo tibio, los cereales, la leche y el plátano, y preparé su comida. Después pregunté mansamente a Rosemary si quería subir para verlo.

 

«Claro», respondió, y subimos por las escaleras. Me senté al lado de Oliver mientras Rosemary miraba por encima de mi hombro. Le di la primera cucharada y luego la segunda…

 

-¿Puedo hacerlo yo?, -preguntó, con sencillez, libertad y compasión.

 

Así que le extendí el plato y ella dio de comer a Oliver, una cucharada cada vez. El poder del impotente. ¿Con qué muchacha se casaría usted? Hoy, Rosemary y yo tenemos tres hijos.

 

Christopher De Vink

 

 

 

Deseo escribir sobre la fe, acerca de cómo se alza la luna sobre nieve fría, noche tras noche fiel aun cuando mengua desde la plenitud, transformándose lentamente en esa curva imposible de luz antes de la oscuridad final. Pero yo mismo no tengo fe, me niego el más mínimo resquicio. Entonces permitamos que éste, mi pequeño poema, como una luna nueva, esbelta y apenas abierta, sea la primera plegaria que me abre hacia la fe.

 

David Whyte

 

 

Estoy convencido de que son nuestras propias decisiones, y no las condiciones de nuestras vidas, las que configuran nuestro destino más que ninguna otra cosa. Si no toma las decisiones acerca de cómo quiere vivir, entonces ya ha tomado de algún modo una decisión. Ha tomado la decisión de dejarse dirigir por las circunstancias, en lugar de configurar su propio destino.

 

Anthony Robbins

 

 

El soldado de infantería novato ante su comandante:

-¿Dónde está mi trinchera, señor?

La rápida respuesta del oficial:

-Estás sentado sobre ella: ¡sólo tienes que quitar la tierra!.

 

Jaime Lopera Gutiérrez

 

 

Un hábito que hace estragos es la negación; un ejemplo de esto es la persona infeliz que niega con énfasis su capacidad para cambiar las situaciones no deseadas de su vida y experimentar la felicidad. Si se aborda esta cuestión abiertamente, insiste en que carece de poder y control sobre las situaciones que le rodean. Dios nos concedió a todos nosotros el acceso al flujo universal de energía. Lo llevamos dentro y, a menos que alguien haya tomado la decisión consciente o inconsciente de permitir que una fuerza exterior le controle, esa persona tiene sin duda control de su propia vida.

 

Gene Egidio

 

 

A veces sentimos que debemos escalar una montaña o erigir un monumento para dejar nuestra huella en el mundo. Lo que no reconocemos es que con frecuencia podemos producir cambios simplemente existiendo, manejando lo que la vida nos da. Tal vez la forma en que tratamos nuestros desafíos y recompensas inspire a alguien más a lograr cosas valederas en su propia vida. Cualquier cambio o pérdida no nos hace víctimas, puede sacudirnos, sorprendernos, decepcionarnos, pero no nos puede impedir actuar, aprovechando la situación que se presenta y continuar. Sin importar dónde estemos en la vida, sin importar cuál sea la situación, siempre podemos hacer algo. Siempre hay una alternativa y ésta puede ser poder. La capacidad de superar una posición de impotencia nos confirma que siempre tenemos alternativas. Aunque nos sintamos atrapados o indefensos, somos capaces de elegir la actitud con la que enfrentaremos nuestros desafíos. Si adoptamos la mentalidad de la víctima y creemos que no podemos hacer nada, nunca obtendremos poder.

 

Blaine Lee

 

 

Una mujer que tuvo éxito en los negocios y que amasó una pequeña fortuna, en cierta ocasión se me acercó para preguntarme qué podría hacer ella de importancia, pues se sentía mal al compararse conmigo, que había dedicado toda una vida de servicios y compasión a los intocables de la India y los desposeídos del mundo. Le dije:

-Lo que yo hago, usted no puede hacerlo.

La mujer quedó anonadada. Su intención era genuina, su deseo era real y se preguntaba porqué era rechazada y continué diciéndole:

-Lo que yo hago no puede hacerlo usted; pero lo que haga usted, no puedo hacerlo yo. Las necesidades son grandes, y ninguno de nosotros, incluyéndome a mí misma, podemos hacer grandes cosas, pero sí las pequeñas, con gran amor, y juntos lograremos algo maravilloso.

 

Madre Teresa de Calcuta

 

 

 

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