YA NO ESTÁ A NUESTRO LADO

 

 

 

 

Vi con mucha claridad cómo todos mis pacientes moribundos, en realidad todas las personas que sufrían una pérdida, pasaban por fases similares. Comenzaban con un estado de fuerte conmoción y negación, luego indignación y rabia, y después aflicción y dolor. Más adelante regateaban con Dios; se deprimían preguntándose «¿Por qué yo?». Y finalmente se retiraban dentro de sí mismos durante un tiempo, aislándose de los demás mientras llegaban, en el mejor de los casos, a una fase de paz y aceptación, no de resignación, que es lo que se produce cuando no se pueden compartir las lágrimas ni expresar la rabia.

Las personas que habían perdido o iban a perder a un pariente próximo pasaban por las mismas cinco fases, comenzando por la negación y conmoción: «No puede ser que vaya a morir mi esposa. Acaba de tener un hijo, ¿cómo me va a abandonar?» O exclamaban: «No, yo no, no puede ser que vaya a morir». La negación es una defensa, una forma normal y sana de enfrentarse a una noticia horrible, inesperada, repentina. Permite a la persona considerar el posible fin de su vida y después volver a la vida como ha sido siempre.

Cuando ya no es posible continuar negándolo, la actitud es reemplazada por la rabia. La persona ya no se pregunta «¿Por qué yo?» sino «¿Por qué no él o ella?» La rabia del paciente sale disparada como perdigones, y golpea a todo el mundo. El enfermo despotrica contra Dios, sus familiares, contra toda persona que esté sana. También podría gritar: «Estoy vivo, no lo olvides». No hay que tomar esa rabia como ofensa personal.

Si se les permitía expresar la rabia sin sentimientos de culpabilidad o vergüenza, solían pasar por la fase de regateo: «Dios mío, deja vivir a mi esposa lo suficiente para que vea a esta hija entrar en el parvulario»; después añadían otra súplica: «Espera hasta que haya terminado el colegio, así tendrá edad suficiente para soportar la muerte de su madre». Muy pronto advertí que las promesas hechas a Dios no se cumplían jamás. Simplemente regateaban elevando cada vez más la apuesta.

Pero el tiempo que pasa el paciente regateando es beneficioso para la persona que lo atiende. Aunque está furioso, ya no está tan consumido por la hostilidad hasta el punto de no oír. El paciente no está tan deprimido que no sea capaz de comunicarse. Puede que haya disparos de balas, pero no apuntarán a nadie. Yo aconsejaba que había que aprovechar ese momento para ayudar al paciente a cerrar cualquier asunto pendiente que tuviera. Había que entrar en su habitación, hacerle enfrentar viejas pendencias, añadir leña al fuego, permitirle exteriorizar su furia para que se librara de ella, y entonces los viejos odios se transformarían en amor y comprensión.

En algún momento los enfermos se van a sentir muy deprimidos por los cambios que están experimentando. Eso es natural. ¿Quién no se sentiría así? No pueden seguir negando la enfermedad ni asimilar todavía las graves limitaciones físicas. Se producen cambios drásticos y debilitadores en la apariencia física. Una mujer se amarga porque la pérdida de un pecho la hace menos mujer. Cuando ese tipo de preocupaciones se expresan y se tratan con sinceridad, los pacientes suelen reaccionar maravillosamente.

El tipo de depresión más difícil viene cuando el enfermo comprende que lo va a perder todo y a todas las personas que ama. Es una especie de depresión silenciosa; ese estado no tiene ningún lado luminoso. Tampoco hay ninguna palabra tranquilizadora que se pueda decir para aliviar ese estado mental en que se renuncia al pasado y se trata de imaginar el inimaginable futuro. La mejor ayuda es permitirle sentir su aflicción, decir una oración, simplemente tocarlo con cariño o sentarse a su lado en silencio.

Si a los enfermos terminales se les da la oportunidad de expresar su rabia, llorar y lamentarse, concluir sus asuntos pendientes, hablar de sus temores, pasar por esas fases, van a llegar a la última fase, la aceptación. No van a sentirse felices, pero tampoco deprimidos o furiosos. Es un período de resignación silenciosa y meditativa, de expectación apacible. Desaparece la lucha anterior para dar paso a la necesidad de dormir mucho, lo que yo llamo «el último descanso antes del largo viaje».

Mis pacientes moribundos me enseñaron mucho más que lo que es morirse. Me dieron lecciones sobre lo que podrían haber hecho, lo que deberían haber hecho y lo que no hicieron hasta cuando fue demasiado tarde, hasta que estaban demasiado enfermos o débiles, hasta que ya eran viudos o viudas. Contemplaban su vida pasada y me enseñaban las cosas que tenían verdadero sentido, no sobre cómo morir, sino sobre cómo vivir.

¿En qué forma se va la vida? ¿Y dónde se va, si es que se va a alguna parte? ¿Qué experimenta la persona en el momento de morir?

En cierto momento mis pensamientos volvieron a mi viaje al campo de concentración de Maidanek. Allí recorrí las barracas donde hombres, mujeres y niños habían pasado sus últimas noches antes de morir en la cámara de gas. Recordé la impresión y asombro que me causaron las mariposas dibujadas en las paredes, y mi pregunta: «¿Por qué mariposas?»

Entonces, en un relámpago de claridad, lo supe. Esos prisioneros eran como mis moribundos; sabían lo que les iba a ocurrir. Sabían que pronto se convertirían en mariposas. Una vez muertos, abandonarían ese lugar infernal, ya no serían torturados, no estarían separados de sus familiares, no serían enviados a cámaras de gas. Ya no importaría nada de esa horripilante vida. Pronto saldrían de sus cuerpos como sale la mariposa de su capullo. Comprendí que ése era el mensaje que quisieron dejar para las generaciones venideras.

Elisabeth Kübler-Ross

 

 

Se ha ido. Esa sensación nos envuelve casi sin dejarnos respirar. Ya no está a nuestro lado. No importa si lo hemos sabido durante meses o si su partida ha sido desesperadamente repentina; no podemos explicarnos que no esté con nosotros.

 

No podemos aceptar que esa persona a la que amábamos, a la que amamos –porque el amor no se ha ido con ella- nos haya dejado.

 

Había tanto para decir todavía, tanto para hacer. Si hubiéramos sabido; si hubiéramos podido, no hubiéramos dicho, no hubiéramos hecho. Esta vivencia de lo irremediable hace que el dolor que nos atraviesa el alma sea profundo, infinito, que nos lastime como una tremenda herida física.

 

Hoy es tiempo de tristeza y es bueno y justo que así sea. Más adelante llegarán los recuerdos y mucho después, aunque nos parezca imposible, el consuelo. Pero hoy no frenemos las lágrimas: es necesario llorar, desahogarnos y no reprimir nuestros sentimientos y emociones.

 

Llorar a solas o en compañía, en silencio o a los gritos, emitir el llanto como una queja, con impotencia, con todo nuestro dolor. Hasta que el tiempo de las lágrimas pase, dejándonos una rara sensación de cansancio y alivio, una calma exhausta que nos permitirá a pesa de todo, continuar.

 

Muchos dicen que sienten tu pena, que sus sentimientos acompañan a los tuyos. Te envían flores, cartas de condolencia, te visitan, te hablan, te distraen. Pero, entre todas esas personas, siempre hay alguien especial que se queda a tu lado sin decirte nada, y solamente aprieta muy fuerte tu mano.

 

Refúgiate en esa persona que trata de aliviar tu pena en silencio, que te comprende y que sabe que, en un primer momento, es necesario vivir el dolor en toda su dimensión, para después, asimilarlo y ofrecerlo al movimiento incesante de la vida.

 

El dolor no ha desaparecido. Y tal vez nunca lo haga. Pero la rebeldía y la desesperada angustia de los primeros momentos se van atenuando, van dejando paso a la vida. A la vida misma de esa persona tan querida que no está; a esa vida que fue rica, plena, valiosa y nos ha dejado tantos maravillosos recuerdos.

 

Y un día nos descubrimos pensando en algo que esa persona hacía o nos decía mientras nos invade una cálida ternura. Somos capaces de recordar, de volver a pasar por el corazón palabras, anécdotas, enseñanzas, instantes de felicidad vividos. Tal vez todavía con lágrimas, pero agradeciendo a la vida haber compartido el amor y la existencia de ese ser amado.

 

Ha llegado el tiempo de la memoria, de celebrar el legado que nos dejó. Para algunos será un ejemplo o una misión que cumplir. Para otros, una huella imborrable. Pero en todos los casos, es el tiempo de revivir tantos momentos únicos. Porque el amor siempre prevalece frente a la muerte.

 

La naturaleza, generosa y compasiva con los seres humanos, nos dio la memoria, y con ella, la posibilidad de que vivan en nosotros y para siempre las personas que hemos amado y los momentos que añoramos. Nuestros recuerdos son nuestra pequeña fábrica casera de inmortalidad.

 

En nuestra vivencia del dolor por la ausencia de la persona a la que amamos, llegará el momento de seguir, de avanzar, de permitir que nuevas emociones se aniden en nuestro corazón. Pero cada uno necesita un tiempo diferente para que esto ocurra. Y así como será bueno aceptar que nuestro viaje continúa, también lo es respetar nuestro propio tiempo de pesar y memorias.

 

El amor perdura y se prolonga, a pesar de todos los sentimientos dolorosos de nuestro interior. En lo más profundo de nosotros sabemos que el amor nos puede acompañar más allá de cualquier tipo de muerte, y también sabemos que el tiempo y el don de Dios son curas maravillosas para el corazón.

 

Y llega un día en que nos sorprendemos sonriendo. La primera sensación será tal vez la culpa; nos parece imposible haber vuelto a hacerlo. Pero la vida tiene su propia fuerza arrolladora: como una ola siempre ascendente incorporará la vida de esa persona a la que amamos tanto –no su muerte, sino su vida- al resto de nuestra realidad.

 

A partir del sufrimiento, de la tristeza, aprendemos a valorar la vida. Llega, por fin, el día en que una nostalgia que no hiere reemplaza al dolor del vacío y la incomprensión.

 

Aceptamos su desaparición física porque percibimos junto a nosotros su presencia espiritual. Y aprehendemos de modo definitivo que el amor no muere nunca.

 

Ahora es tiempo también de valorar a los que han permanecido a nuestro lado, alentándonos, protegiéndonos. El recuerdo de quien ya no está se suma a la presencia de los que nos rodean, y todos se unen en una sola palabra: amor.

 

El amor nos da fuerzas para aceptarlo todo, para ver y apreciar lo que la vida nos da, más allá de lo que también nos quita. El amor nos ayudará a encontrar la paz, la esperanza y a recuperar la alegría que necesitamos para que nuestro mundo, que parecía detenido, siga girando como siempre.

 

Lidia María Riba

 

 

Dios mío, yo te ofrezco mi dolor.

¡Es todo lo que puedo ofrecerte!

Tú me diste un amor, un solo amor,

¡un gran amor!

Me lo robó la muerte y no me queda

Más que mi dolor.

Acéptalo, Señor:

¡Es todo lo que puedo ya ofrecerte!

 

Amado Nervo

 

 

Tú que lloras, acude a este Dios porque Él llora.

Tú que sufres, acude a Él porque sana.

Tú que tiemblas, acude a este Dios que sonríe.

Tú que pasas, acércate a Él porque permanece.

 

Victor Hugo

 

 

El llanto más doloroso es el que no tiene lágrimas por más que uno se emborrache de tragarlas y tragarlas.

 

Mario Benedetti

 

 

El recuerdo es el único paraíso del cual no podemos ser expulsados.

 

Jean Paul Richter

 

 

La persona que hoy has perdido ha entrado realmente dentro de ti y sigue viviendo en ti como parte de tu ser. No solamente como recuerdo, o como una máxima de que has hecho tuya y que termina estando entre tú y el mundo. En donde ha habido una relación, la otra persona se ha convertido en una parte de ti mismo.

 

Luis de las Casas

 

 

Hay momentos de la vida cuyo solo recuerdo es suficiente para borrar años de sufrimiento.

 

Leonard Sandeau

  

 

Sé que detrás de las tinieblas existe una luz segura. Ciertamente, hemos nacido para la eternidad.

 

Eugene Ionesco

 

 

Las nubes que están ocupando en este momento el cielo de tu alma van a pasar. El sol retornará y no se irá nunca.

 

Paulo Coelho

 

 

Creo en la inmortalidad del alma como un acto supremo de fe en el carácter razonable de la obra de Dios.

 

Johann Fichte

 

 

Si en cada despedida uno muere un poco, la muerte es sólo una gran despedida. Pero la experiencia me ha regalado la certeza del reencuentro.

 

Mamerto Menapace

 

 

Todos debemos morir. Quizá la principal función del sanador sea ayudar a la gente a aceptar la muerte cuando esta no puede evitarse y aliviar el sufrimiento de aquellos que siguen con vida.

 

Richard Reoch

 

 

Durante los periodos de crisis aguda parece imposible reflexionar sobre cualquier significado que pueda esconder nuestro sufrimiento. A menudo, lo único que podemos hacer es soportarlo. Y es natural considerarlo una injusticia y preguntarnos:

-¿Por qué a mí?.

Afortunadamente, sin embargo, en los momentos de alivio o en los períodos posteriores a experiencias de sufrimiento agudo, podemos reflexionar sobre él y buscar su significado.

 

Dalai Lama

 

 

Iba yo por un camino, cuando una voz de mujer detrás de mí me dijo:

-¿Me conoces?

Me volví y le contesté:

-No recuerdo tu nombre.

Ella me dijo:

-Yo soy aquella Tristeza profunda que sufriste hace tiempo.

Sus ojos se parecían a la mañana cuando el rocío está todavía en el aire.

Permanecí en silencio y luego le pregunté:

-¿Has perdido aquella carga inmensa de lágrimas?

Ella sonrió sin contestarme. Comprendí que sus lágrimas habían tenido tiempo de aprender el lenguaje de las sonrisas. Me recordó:

-Una vez aseguraste que conservarías tu tristeza para siempre.

 Avergonzado, respondí:

-Es verdad, pero los años han pasado.

Después, con su mano entre las mías, le dije:

-Pero tú también has cambiado.

Entonces, ella me contestó, serena:

-Debes saber que lo que un día fue Tristeza es ahora Paz.

 

Rabindranath Tagore

 

 

Quien ha llorado mucho tiene ojos más claros para escrutar las estrellas y ojos más profundos para las cosas de todos los días.

 

Louis Veuillot

 

 

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