SÓLO EN LA NOCHE QUE LAS SOMBRAS NO EXISTEN

 

 
 
 
 

Nací como heredero de una gran fortuna. Fui dotado, además, de excelentes cualidades con una natural inclinación al trabajo, deseoso del aprecio de los sabios y de los buenos entre mis semejantes, y por tanto, como puede suponerse, con todas las garantías de un porvenir honroso y distinguido.

 

Y, en realidad, la peor de mis faltas consistía tan sólo en una disposición alegre, ansiosa de placeres, cualidad que ha hecho muy felices a otros, pero que, a mi entender, era muy difícil de conciliar con mi imperioso deseo de llevar la cabeza muy erguida y de ostentar ante el mundo una actitud más solemne que la habitual.

 

De aquí vino a resultar la necesidad de ocultar mis goces, y cuando llegué a la edad de la reflexión y pude evaluar mis progresos y la posición que ocupaba en el mundo, estaba ya condenado a una profunda duplicidad en mi vida. Irregularidades como las que yo realizaba, hubieran sido para muchos incluso un motivo de vanagloria; pero, desde la altura de los ideales que yo me había señalado, las veía y ocultaba con un sentimiento casi morboso de vergüenza.

 

Fueron pues, más lo exigente y rígido de mis aspiraciones, que no ninguna extraordinaria degradación en mis faltas, lo que me hacía ser tal como era y lo que separó en mí, con una zanja más honda que en la mayoría de los hombres, esas dos regiones del bien y el mal que dividen y completan nuestra doble naturaleza.

 

Aun siendo hombre de dos caras, no era yo, sin embargo, un hipócrita; mis dos aspectos eran auténticamente sinceros. Conservaba yo mi propio ser tanto cuando prescindía de todo freno y me hundía en la vergüenza, como cuando trabajaba, a la luz del día, en el adelanto de la ciencia o en remediar desdichas y sufrimientos ajenos.

 

Y sucedió que la orientación de mis investigaciones, que tendía insistentemente hacia lo místico y trascendental, ejerció una gran influencia y proyectó viva luz en este conocimiento de la perenne lucha entre mis componentes. Día a día e insensiblemente, me iba sin cesar acercando a esta verdad: que, en realidad, el hombre no es uno sino dos y aventuro la profecía de que el hombre será reconocido, al fin, como una nueva comunidad de múltiples ciudadanos, incongruentes y heterogéneos.

 

Yo, por mi parte, avancé sin vacilar en una dirección y sólo en una; y fue en la esfera de lo moral y en mi propia persona donde llegué a comprender la completa y primitiva dualidad del hombre. Vi que las dos naturalezas luchaban en el campo de mi conciencia, y si podía decirse, con razón que cualquiera de ellas era la mía, era porque esencialmente las dos lo eran; me había acostumbrado a acariciar con deleite, como un hermoso sueño, la idea de la separación de esos elementos.

 

Si cada uno de ellos pudiera ser alojado en una persona distinta, la Humanidad quedaría aliviada de una insoportable pesadumbre. El malvado seguiría su camino, libre de las aspiraciones y remordimientos de su inflexible hermano gemelo, y el justo podría caminar, firme, seguro, por su ascendente camino, practicando las buenas acciones en que encuentra su gozo y sin estar nunca más expuesto a deshonras y remordimientos por culpa de una maldad que no le pertenecía.

 

El anatema de la humanidad era que estuviesen atadas juntas en una sólo haz esas dos tendencias antagónicas, y que en la dolorida entraña, en la conciencia, los dos gemelos irreconciliables mantuvieran una lucha sin tregua.

 

Comencé a percibir, en mayor grado de lo que hasta ahora se había llegado a insinuar nunca, la temblorosa inmaterialidad, la efímera inconsistencia, como la de una neblina, de este cuerpo, al parecer sólido, con el que andamos vestidos. Descubrí que había gente que tenía el poder de sacudir y arrancar esa carnal vestidura, como el viento puede agitar los jirones de una bandera.

 

He aprendido a mi costa que el sino y la carga de nuestra vida lo llevamos atado a los hombros para siempre y que, aunque, intentamos sacudirlo, vuelve a nosotros con más extraña y espantable pesadumbre. No solamente descubrí que mi cuerpo natural no era más que un simple hábito o el fulgor de las fuerzas que constituían mi espíritu, sino que conseguí componer una droga por cuyo medio se podía destronar a esas fuerzas de su supremacía, y sustituir aquella forma y apariencia por una segunda, no por eso menos natural en mí, que fuera la expresión y llevase el sello de los elementos más bajos de mi alma.

 

Vacilé mucho antes de someter esta teoría a la prueba de experimentación, ya que una droga que tenía un poder tal como para transformar y conmover el fundamento mismo de la personalidad podía, por un mínimo de exceso en la dosis o por una falta de oportunidad al administrarla, borrar, sin dejar ningún rastro, ese inmaterial tabernáculo que yo pretendía transformar por su mediación. Pero la tentación de un descubrimiento tan insólito y trascendental prevaleció al fin sobre las sugerencias del temor y en un súbito arranque de valor me bebí la pócima.

 

Inmediatamente sentí desgarradores dolores. Después, aquellas agonías empezaron a calmarse rápidamente. Había algo extraño en mis sensaciones, algo nuevo, inefable, y por su misma novedad, increíblemente agradable. Me sentía más joven, más ligero, más eufórico físicamente; y en mi espíritu sentía una arrebatadora osadía, un fluir de desordenadas imágenes sensuales que pasaban velozmente por mi fantasía como el agua por el saetín de un molino; del aflojamiento de todas las ataduras del deber, y de una desconocida, pero no inocente, libertad del alma.

 

Me sentí, al primer aliento de esta nueva vida, más perverso, muchísimo más perverso, un esclavo vendido a mi demonio innato y, en ese momento, esa idea era como un vino añejo que me tonificaba. Estiré los brazos, embriagado por la frescura de esas sensaciones, y en aquel instante noté, de pronto, que mi estatura había disminuido.

 

El lado malo de mi naturaleza, al que yo ahora había transferido la virtud plasmante, era menos robusto y estaba menos desarrollado que el lado bueno, que acababa de deponer. Además, en el transcurso de mi vida, que, a pesar de todo, en sus nueve décimas partes había sido dedicada al esfuerzo, a la virtud y al dominio de mí mismo, el ser malo había sido ejercitado mucho menos y se había gastado menos.

 

De lo que resultaba que Edward Hyde fuera mucho más pequeño, más delgado y más joven que Henry Jekyll. Así como la bondad resplandecía en la cara de uno, la maldad estaba grabada, clara y patente, en el semblante del otro.

 

El mal demás había impreso en aquel cuerpo huellas de deformidad y de ruina. Y, sin embargo, cuando contemplé la fealdad de aquel ser en el espejo, no sentí repugnancia alguna; por el contrario, lo recibí con un impulso de bienvenida. Aquel también era mi ser. Parecía natural y humano. A mis ojos representaba una imagen más viva del espíritu, más perfecta y simple que la apariencia imperfecta y compleja que hasta entonces me había acostumbrado a considerar como mía. Y en cierto modo tenía yo, sin duda, razón.

 

He observado que, cuando adquiría la forma de Edward Hyde, nadie podía acercase a mí por primera vez sin sentir un carnal y físico recelo. Esto, según me parece, se debe a que todos los seres humanos con quienes tropezamos son un compuesto del bien y el mal, y sólo Edward Hyde, en las filas de la humanidad, era el mal puro.

 

Quedaba por ver si había perdido mi identidad sin posibilidad de rescatarla. Nuevamente preparé y bebí la copa, de nuevo sufrí las angustias de la disolución de mi ser, y otra vez volví a mí con el carácter, la estatura y el rostro de Henry Jekyll.

 

Aquella noche me encontré ante la encrucijada fatal. Si me hubiese acercado a mi descubrimiento con un espíritu más noble, si me hubiera arriesgado al experimento mientras estaba bajo el dominio de generosas y elevadas aspiraciones, todo habría resultado diferente y de esas agonías de muerte y alumbramiento habría surgido como un ángel y no como un demonio. La droga actuaba sin discernimiento; no era divina ni diabólica; no hacía sino romper las puertas de la prisión y lo que estaba dentro se escapaba.

 

En aquel tiempo mi virtud adormecía a mi maldad, a la cual la propia ambición mantenía despierta, en acecho y dispuesta a aprovechar cualquier ocasión, y lo que surgiera desde dentro tenía que ser Edward Hyde. De aquí que, si bien tenía yo ahora dos caracteres, tanto como dos apariencias, uno era la maldad pura, y el otro seguía siendo el antiguo Henry Jekyll, aquella incongruente mezcla cuya reforma y mejoramiento desconfiaba ya de conseguir. La tendencia, pues, se inclinaba completamente hacia lo peor.

 

En aquella época todavía no había conseguido vencer mi aversión a la seca aridez de una vida de estudio. Aún me sentía a veces con livianas inclinaciones, y como mis placeres eran indignos, y yo no solamente era muy conocido y altamente considerado, sino que además me iba acercando a la madurez, esta incoherencia de mi vida se iba haciendo más insoportable cada día.

 

Fue por ahí por donde mi nuevo poder me tentó, hasta que caí en el cautiverio. Sólo tenía que apurar la copa, despojarme del cuerpo del eminente profesor y ponerme, como si fuera un gabán, el de Edward Hyde. La idea me hizo sonreír; en aquel entonces me pareció algo divertido y realicé mis preparativos con escrupuloso cuidado.

 

Los placeres que me largué a buscar bajo mi disfraz eran indignos. Pero en manos de Edward Hyde pronto empezaron a derivar hacia lo monstruoso. Aquel ser familiar que yo había extraído de mi propia alma, y a quien dejaba solo para que hiciera su gusto, era esencialmente maligno y perverso; todos sus actos y pensamientos se centraban en sí mismo; era inexorable, como un hombre de piedra.

 

Henry Jekyll se quedaba a veces aterrorizado ante los actos de Edward Hyde; pero la situación estaba más allá de las leyes normales e insidiosamente aflojaba las estrechas ataduras de su conciencia. Después de todo, era Hyde y nadie más que Hyde, el culpable; Jekyll no se había vuelto peor; al despertar volvían otra vez a él sus buenas cualidades, al parecer incólumes; y hasta se apresuraba, cuando era posible, a remediar el daño que Hyde había cometido. Y así adormecía su conciencia.

 

Quiero hacer notar los avisos y los sucesivos pasos con que se iba acercando mi castigo. En una oportunidad salí a correr una de mis aventuras, regresé muy tarde y al día siguiente desperté en mi cama con sensaciones algo raras. Me había acostado Henry Jekyll, y me había despertado Edward Hyde.

 

Aquella parte de mí mismo que yo tenía el poder de proyectar al exterior había sido, desde hacía algún tiempo, muy ejercitada y nutrida; y comencé a vislumbrar el peligro de que, si todo continuaba así, se rompiese para siempre el equilibrio de mi naturaleza, perdiera el poder del cambio voluntario y la personalidad de Edward Hyde llegase a ser, irreversiblemente, la mía.

 

Así como al principio lo difícil era desprenderme del cuerpo de Jekyll, en los últimos tiempos, y de un modo paulatino pero decidido, la dificultad se había ido pasando al lado opuesto. Todo parecía, entonces, indicar que poco a poco iba perdiendo el asidero a mi primitivo y mi mejor yo, y que, lentamente, me iba amarrando al segundo y peor.

 

Comprendí claramente que tenía que elegir entre los dos. Mis dos naturalezas tenían la memoria en común; pero las demás facultades se repartían muy desigualmente entre ambas. Jekyll, que era un ser complejo, a veces con gran temor y a veces con ávido deleite, planeaba los placeres y las aventuras de Hyde, y hasta tomaba parte en ellos; pero Hyde sentía una total indiferencia por Jekyll, o, si pensaba en él, era tan sólo como el bandido de la colina se acuerda de la cueva en donde se refugia de sus perseguidores. Jekyll sentía el interés de un padre; Hyde experimentaba más la indiferencia de un hijo.

 

Unir mi suerte a la de Jekyll era morir para todos esos apetitos que por largo tiempo había tolerado en secreto y que, últimamente, había comenzado a regalar y mimar; unirla a la de Hyde era morir para mil intereses y altas aspiraciones y convertirme de un golpe y para siempre en un ser despreciable y solitario.

 

En tanto que Jekyll sufriría abrasándose en el fuego de la abstinencia, Hyde ni siquiera llegaría a darse cuenta de lo que había perdido. Estímulos y dudas muy similares deciden el destino de cualquier tentado y temeroso pecador: y sucedió conmigo, como con la gran mayoría de mis semejantes, que elegí el mejor partido y me encontré después sin la firmeza necesaria para mantenerme en él.

 

Sí, preferí al otoñal y descontento doctor, rodeado de amigos y acariciador de honestas esperanzas; y di un adiós definitivo a la libertad, a la relativa juventud, al paso ligero, al vigoroso latir de la sangre y a los ocultos placeres de que había gozado bajo el disfraz de Hyde.

 

Durante dos meses, sin embargo, permanecí fiel a mi resolución; y durante ese tiempo llevé una vida de tal austeridad como nunca la había alcanzado hasta entonces, y gocé de la compensación de una conciencia satisfecha. El tiempo, sin embargo, comenzó a borrar la novedad de mis temores: empezaron a torturarme nuevas ansias y anhelos, como si Hyde se debatiera por alcanzar la libertad ; y, al fin, en un momento de desfallecimiento moral, compuse una vez más y me bebí la pócima transformadora.

 

Mi demonio había estado demasiado tiempo cautivo y salió bramando. Sentí en el instante mismo de tomar la bebida, una propensión, más frenética desesperada que nunca, hacia el mal. Esto fue lo que desató en mi alma aquella tempestad de cólera con que escuché las cortesías de mi desdichada víctima. Salí de allí y corrí por las calles a la luz de los faroles en el mismo estado de ánimo: gozando de mi crimen y frívolamente ideando otros para el futuro.

 

Hyde tenía una canción en los labios mientras preparaba la droga y, al beberla, brindó por el muerto; aún no habían terminado de desgarrarle los tormentos de la transformación, cuando Henry Jekyll, bañado en lágrimas de gratitud y remordimiento, había caído de rodillas y levantaba a Dios sus manos suplicantes.

 

El velo de la propia indulgencia se había rasgado de arriba abajo, y vi todo el conjunto de mi vida; la seguí desde los días de mi niñez hasta llegar una y otra vez, con la misma sensación de irrealidad, a los nefastos horrores de aquella noche.

 

 Sentía ganas de gritar: con lágrimas y oraciones traté de calmar la multitud de espantables imágenes y sonidos que me asaltaban y, todavía, entre las plegarias, la horrible faz de mi iniquidad se asomaba dentro de mi alma. A los agudos remordimientos, cuando comenzaron a ceder, les siguió un sentimiento de gozo.

 

El dilema de mi conducta estaba resuelto. Hyde era en adelante imposible; quisiera o no, quedaba yo ahora prisionero en la mejor parte de mi ser y… ¡oh, qué alegría al sólo pensarlo! ¡Con qué cordial humildad me aferré de nuevo a las restricciones de la vida normal! ¡Con qué sincero renunciamiento cerré la puerta con la llave que tantas veces me había servido en mis entradas y salidas, y la aplasté bajo mis pies.

 

El día siguiente trajo la noticia de que el crimen había tenido testigos, que la culpabilidad de Hyde era ya evidente para todos. Creo que esas noticias me produjeron alegría; me alegré de tener mis mejores impulsos así amurallados y protegidos por el temor al patíbulo. Jekyll era ahora mi lugar de refugio.

 

Decidí redimir mi pasado con mi conducta futura. Trabajé con ardor en los últimos meses del año pasado en aliviar sufrimientos, hice mucho por los demás, y los días fueron pasando tranquilos, casi dichosos, para mí. No puedo, en realidad, decir que me cansase de esa vida inocente y benéfica; creo, por el contrario, que cada día me deleitaba más plenamente en ella.

 

Pero aún pesaba sobre mí la desgracia de mi dualidad de designios, y cuando el primer impulso de mi arrepentimiento se fue adormeciendo, mi ser inferior durante tanto tiempo complacido, tan recientemente encadenado, comenzó a gruñir ansioso de libertad. No es que yo soñase en resucitar a Hyde; el simple pensamiento de tal cosa me ponía frenético. No, era que una vez más; en mi propia persona original, sentía tentaciones de jugar con mi conciencia, y si al fin caí ante los asaltos de la tentación fue como un vulgar y secreto pecador.

 

Todo tiene su fin; la medida más amplia termina por colmarse, y esta breve condescendencia con mi maldad, acabó por romper el equilibrio de mi alma. Y, sin embargo, no me alarmé: la caída parecía natural, como un regreso a los días lejanos, antes de que hiciera mi descubrimiento.

 

Era un día de enero, hermoso y claro. Me senté al sol en un banco; el animal que habitaba en mi interior se complacía en relamer gustosos y sensuales recuerdos; mi espíritu, un tanto adormecido, hacía promesas de inmediata penitencia, pero sin decisión para comenzarla. Después de todo, pensaba, yo era como todos los demás; y hasta me sonreía comparándome con otros y poniendo al lado de mi activa bondad la perezosa crueldad de su negligencia. Y en el mismo momento de ocurrírseme esta vanidosa idea, sentí un desfallecimiento, con horribles náuseas y mortales sacudidas.

 

Cuando estos síntomas se calmaron, quedé exhausto, y después, a medida que me iba recuperando de esta debilidad, empecé a notar un cambio en el tono de mis ideas: mayor audacia, desprecios del peligro, indiferencia frente a las ataduras del deber. Nuevamente yo volvía a ser Edward Hyde. Un segundo antes había estado seguro del respeto de todos, era rico, querido por mucha gente y ahora, era la alimaña perseguida por todos.

 

Mi razón tambaleaba, pero no me abandonó por completo. Más de una vez había notado que, en mi segunda condición, mis facultades parecían agudizarse en extremo y que mis energías adquirían mayor tensión y elasticidad. Y así sucedió que, en un trance en que quizá Henry Jekyll habría sucumbido, Hyde lo elevó a la altura de las circunstancias. Hyde, en peligro de muerte, era un ser nuevo para mí: invadido por una rabia loca, enardecido y pronto para el crimen, ávido de hacer daño.

 

Parecía que la fuerza de Hyde había crecido a costa del debilitamiento de Jekyll. Y realmente, el odio que ahora los dividía era igual por cada parte. Por la de Jekyll era una cosa de instinto vital. Ahora había visto toda la deformidad de aquel ser que compartía con él algunos de los fenómenos de su conciencia; estaba ligado a él más íntimamente que una esposa, más cercano que sus propios ojos: estaba enjaulado en su misma carne, donde lo escuchaba gemir y lo sentía forcejear por renacer y, en cualquier momento de debilidad o en la confianza del sueño, prevalecía sobre él y lo suplantaba en la vida.

 

El odio de Hyde a Jekyll era de distinta naturaleza. Su miedo a la horca le obligaba a cometer continuamente suicidios pasajeros y a retornar a la situación subordinada de ser sólo una parte en lugar de una persona entera: pero detestaba esa necesidad, odiaba el abatimiento en el que Jekyll se había sumido, y sentía como una injuria la aversión con que éste lo miraba.

 

Si no fuera por su temor a la muerte, ya hace mucho tiempo que habría buscado su propia ruina, sólo por arrastrarme a mí en ella. Pero su amor a la vida es admirable, y aún diría más: yo, que siento náuseas y escalofríos ante la simple idea de Hyde, cuando pienso en la abyección y en el frenesí de ese amor y en cómo teme a mi poder de terminar con su vida suicidándome, no puedo menos que sentir, en el fondo de mi corazón, piedad por él.

 

Nunca nadie sufrió tales tormentos y que, sin embargo, aún siendo como eran, el hábito trajo… alivio no; pero sí un cierto endurecimiento del alma, una especie de desesperada aceptación, y que mi castigo podría haberse prolongado años enteros, a no ser por la postrera calamidad que ha caído sobre mí y que definitivamente me ha separado de mi propio rostro y naturaleza.

 

Es ésta, pues, la última vez, a no ocurrir un milagro, que Henry Jekyll puede pensar sus propios pensamientos y ver su propia cara, -¡tan lastimosamente demudada!- en el espejo. Aunque es verdad que el sino fatal que nos espera por instantes a los dos ha producido un cambio en él y lo ha subyugado.

 

Dentro de media hora, cuando una vez más, y ésta para siempre, vuelva yo a asumir esa detestada personalidad, sé que estaré sentado en la butaca, estremecido y lloroso, o que continuaré paseando de arriba abajo por este cuarto –mi último refugio en la tierra-, aguzando el oído, con la más intensa y temerosa angustia, para sorprender cualquier ruido amenazador.

 

¿Morirá Hyde en el patíbulo, o tendrá suficiente coraje como para liberarse en el postrer momento? Dios lo sabe; a mí ya no me importa. Esta es la verdadera hora de mi muerte, y lo que suceda después no me concierne a mí, sino a otro. Aquí, pues, al dejar la pluma y sellar el sobre que encierra esta confesión, pongo fin a la vida del desventurado Henry Jekyll.

 

Robert Louis Stevenson, «El Doctor Jekyll y Mister Hyde»

 

 

   Desafortunadamente, no cabe duda, de que el hombre es, menos bueno de lo que él se imagina que es, o de lo que quiere ser. Todo el mundo carga consigo una sombra y, mientras menos incorporada esté en la vida consciente del individuo, es más densa y negra. Si una inferioridad es consciente, siempre habrá una oportunidad de corregirla. Además, está constantemente en contacto con otros intereses, por lo que está sujeta continuamente a cambio y modificación. Pero si se halla reprimida y aislada de la conciencia nunca se corregirá.

 

        Es un pensamiento aterrador, el que el hombre tenga una sombra constantemente a su lado, compuesta no solamente de sus pequeñas debilidades y fobias si no también de un dinamismo positivamente demoníaco. El individuo poco sabe de esto; para él, como individuo que es, es increíble que pueda ir, casi en cualquier circunstancia, más allá de él mismo. Pero dejen que estas pequeñas criaturas-individuos formen una masa, y emergerá un monstruo enfurecido; y cada individuo será como una pequeña célula en el cuerpo de ése monstruo, así que para bien o para mal, debe acompañarlo en su sangriento desorden y hasta asistirlo hasta las últimas consecuencias. Al tener una leve sospecha de estas posibilidades siniestras, el hombre se hace el de la vista gorda ante ése lado sombrío y oscuro de la naturaleza humana. Lucha ciegamente ante el dogma saludable del pecado original, el cual, sin embargo, es prodigiosamente verdadero. Sí, hasta duda admitir el conflicto del cual está dolorosamente consciente.

 

        Sabemos que los dramas más violentos no son representados en el cine o el teatro, sino en los corazones de las personas comunes y corrientes que pasan a nuestro lado sin que nos demos cuenta, y quienes no reflejan nada al mundo de los conflictos que habitan en ellos excepto posiblemente cuando sufren un colapso nervioso. Lo que resulta tan difícil de entender para el hombre de la calle es el hecho de que en la mayoría de los casos los mismos pacientes tienen la mínima sospecha de la guerra interna que tiene lugar en su inconsciente. Si recordamos que hay mucha gente que no entiende nada en absoluto sobre ellos mismos, estaremos menos sorprendidos al darnos cuenta de que también hay personas que desconocen completamente su estado actual.

 

           Si te imaginas a alguien que sea lo suficientemente valiente para retirar todas sus proyecciones, tendrás a un individuo que es consciente de una sombra bastante grande. Tal individuo se ha cargado a sí mismo con nuevos problemas y conflictos. Se ha convertido en un serio problema para sí mismo, ya que es incapaz de decir como reaccionarán, si harán esto o lo otro, si están mal, y que debe luchar contra ellos. Tal persona sabe que lo que esté mal en el mundo está en sí mismo, y si sólo aprendiera cómo tratar con su propia sombra habrá hecho algo por el mundo. Habrá tenido éxito al disminuir, así sea una parte infinitesimal del gigantesco cúmulo de insolutos problemas sociales de nuestros días.

 

    Hay una diferencia abismal entre lo que el hombre es y lo que representa, entre lo que es como individuo y lo que es como ser colectivo. Su función se ha desarrollado a expensas de la individualidad. Si sobresaliera, se haría idéntico a su función colectiva; pero si no, entonces aunque sea altamente estimado como elemento funcional en la sociedad, su individualidad quedaría completamente en el mismo nivel de sus funciones inferiores no desarrolladas, y no es más que un bárbaro, mientras que en el caso anterior se ha engañado felizmente en su barbarismo actual.

 

    ¿Cómo más pudo habérsele ocurrido al hombre el dividir el cosmos, en la analogía de día y noche, verano e invierno, en un mundo de luz y un mundo de oscuridad habitados por monstruos fabulosos, a menos que tuviera el prototipo de tal división en sí mismo, en la polaridad entre el consciente y el invisible e intangible inconsciente? La percepción de los objetos del hombre primitivo está parcialmente condicionada por el comportamiento objetivo de las cosas mismas, mientras que una gran parte de éste es representado por los hechos intrapsíquicos, los cuales no están relacionados con los objetos externos excepto en la forma como se proyectan. Esto se debe a la sencilla razón de que el hombre «primitivo» aún no ha experimentado ésa disciplina ascética de la mente, que conocemos como la crítica de la razón. Para él, el mundo es más o menos un fenómeno muy fluido dentro de su propia fantasía, donde sujeto y objeto no están diferenciados y se hallan en un estado de interpenetración natural.

 

    Llevada a su más profundo sentido, la sombra es la cola sauriana invisible que el hombre arrastra tras de sí. Cuidadosamente amputada, se convierte en la Serpiente de los misterios antiguos. Sólo los monos hacen ostentación con su cola.

 

    Tal como tendemos a asumir que el mundo es tal como lo vemos, suponemos inocentemente que las personas son tal como nos las imaginamos. En este último caso, desafortunadamente, no tenemos una prueba científica que nos muestre la discrepancia entre nuestra percepción y la realidad. Aunque la posibilidad de una enorme decepción sea infinitamente grande aquí que en nuestra percepción del mundo físico, seguimos proyectando inocentemente nuestra propia psicología en los demás seres humanos. De esta manera, todo el mundo crea para sí mismos una serie de relaciones más o menos imaginarias basadas esencialmente en la proyección

 

    Todo lo que el hombre debería, y sin embargo no puede, ser o hacer -serlo en un sentido positivo o negativo- vive como una figura mitológica y como una anticipación en su conciencia, bien sea como una proyección religiosa o -lo que es aún más peligroso- como contenidos inconscientes , que se proyectan espontáneamente a sí mismos en objetos incongruentes, por ejemplo, las doctrinas de «salvación». Todas ellas no son más que sustitutos racionalizados para la mitología, y su innaturalidad hace más mal que bien.

 

    El cambio de carácter que resulta del estallido de las fuerzas colectivas es sorprendente. Una persona gentil y amable puede transformarse en un maníaco o en una bestia salvaje. Uno siempre tiende a culpar circunstancias externas, pero nada estallaría en nosotros si no estuviera allí con anterioridad. De hecho, vivimos constantemente en el borde de un volcán, y hasta donde sabemos, no hay manera de protegernos de una posible erupción que destruiría todo lo que esté a su alcance. Ciertamente es bueno predicar la razón y el sentido común, pero que tal si tuvieras como audiencia un asilo para alienados mentales o una muchedumbre en frenesí colectivo? No existe mucha diferencia entre ambos, ya que tanto el loco como la muchedumbre son movidas por fuerzas enormes e impersonales.

 

    Cuando debemos enfrentarnos con nuestros problemas, nos resistimos instintivamente a seguir el camino que nos conduce a la oscuridad y las tinieblas. Deseamos oír sólo de resultados inequívocos, y nos olvidamos completamente de que dichos resultados sólo pueden lograrse cuando nos hemos aventurado y hemos regresado de las tinieblas. Pero para penetrar en la oscuridad debemos invocar todos los poderes de «iluminación» que nuestra conciencia pueda ofrecer.

 

    Llenar la mente consciente con concepciones ideales es una característica de la Teosofía occidental, pero no es la confrontación con la sombra y el mundo de la oscuridad. Uno no llega a la «iluminación» imaginando figuras de luz, sino haciendo consciente la oscuridad.

 

    El Bien no se hace mejor exagerándolo, sino peor, y una maldad pequeña puede convertirse en una grande siendo despreciada o reprimida. La sombra es una parte importante de la naturaleza humana, y es sólo en la noche que las sombras no existen.

 

    Un hombre que sea inconsciente de sí mismo actúa de manera ciega e instintiva, y además es engañado por las ilusiones que surgen cuando ve todo de lo que no es consciente que se halla en sí mismo, cuando vienen del exterior, proyectadas en su vecino.

 

Carl Jung

 

 

 

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