LA VERDAD ME FUE REVELADA

 

 

Un estudiante fue a visitar a su gurú y le pidió que le concediera la iluminación:

-Muy bien. Busca una cueva cómoda, siéntate allí desnudo y medita. De ese modo alcanzarás tu objetivo -dijo el maestro.

-Me parece bien -pensó el estudiante, y se marchó.

Decidió, sin embargo, llevarse consigo una de sus posesiones: un pequeño taparrabos.

El joven yogui se embarcó sin demasiados problemas en su aventura. Halló una buena cueva y, tras un tiempo, entró en meditación profunda. Sin embargo, de vez en cuando, tenía que lavar el taparrabos y, para secarlo, lo colgaba de un árbol.

Un día se percató de que los ratones lo habían mordisqueado y hecho varios agujeros, así que se dirigió a la ciudad en busca de una solución.

Una joven le aconsejó que necesitaba un gato que ahuyentara a los ratones, y como su gato acababa de tener crías, le regaló uno.

Todo marchaba sobre ruedas hasta que el joven se percató de que el gato necesitaba leche. Se dirigió de nuevo a la ciudad para mendigar un poco de leche. Cuando los lugareños se cansaron de verlo allí todos los días, le dijeron:

-¿Por qué no compras una vaca? Así tendrás toda la leche que necesitas.

Así que dejó la meditación durante unas semanas para buscar un empleo temporal que le permitiese comprar la vaca.

Y claro, las vacas necesitan tierra de pastos, así que una vez más abandonó la cueva por una temporada para comprar un terreno. Ahora tenía que alimentar a la vaca y atender sus necesidades, así que decidió casarse para que la mujer cuidase de ella, mientras él continuaba con sus prácticas de meditación.

Con el matrimonio llegaron los hijos y no pasaron muchos años antes de que tuviese una familia a la que sustentar. Así que, apenas sin darse cuenta, se encontró gestionando una pequeña granja y sin tiempo para meditar.

Un día su gurú pasó por la ciudad y decidió visitar al yogui para conocer sus progresos, pero se encontró la cueva vacía. Se detuvo en una granja, que resultó ser la de nuestro yogui, para averiguar el paradero del joven.

-¡Era yo! -replicó el yogui.

-¿Qué pasó? -indagó el maestro.

-Me llevé el taparrabos -fue la única explicación que le dio.

 

 

Un hombre fue a ver a Zumbach el sastre para que le hiciese un traje nuevo. Una vez listo, se lo probó para verse en el espejo y realizar las alteraciones finales. El hombre se percató de que la manga derecha le quedaba un poco corta.

-Creo que la manga me queda corta, tendrá que sacarle un poco -le dijo al sastre.

-La manga no le queda corta -replicó el sastre-. Su brazo es demasiado lago. Encójalo un poco y le quedará bien.

A regañadientes, el hombre obedeció, pero esto hizo que el cuello de la chaqueta no quedara bien.

-¡Las mangas están bien, pero mire el hueco que queda ahora entre el cuello y la chaqueta!

-La chaqueta está bien, lo que pasa es que tiene que levantar el hombro izquierdo un poco -respondió Zumbach.

El hombre obedeció de nuevo, pero ahora la parte trasera de la chaqueta se levantaba creando un pico. Cuando le mostró al sastre el desajuste, éste le ordenó:

-Baje la cabeza e inclínese hacia adelante. ¡Ya está solucionado el problema!

Por fin, el hombre salió de la sastrería convencido de que el traje le quedaba perfectamente, por desgracia se veía obligado a andar en una postura un tanto incómoda y contorsionada.

Cuando subió al autobús, el hombre sentado a su lado se rió y le dijo:

-¡Me apuesto a que ese traje es de Zumbach el sastre!

-¿Cómo lo supo?

-¡Porque sólo Zumbach podría hacer un traje que le quedase bien a un hombre tan tullido como usted!

 

 

Un día, un hombre perteneciente a una tribu africana estaba sentado en una piedra al lado de un arroyo, comiéndose una alcachofa y disfrutando de la danza del sol sobre las verdes hojas del bosque.

De repente, como si un flash de luz explotase en su cerebro, vio la verdad, la maravilla y la gloria de la creación. Tomó conciencia de que había nacido de Dios; contempló la maravillosa perfección del gran plan del Universo y se sintió envuelto por una sensación de paz que lo transformó, de pies a cabeza, en un ser perfecto.

Regresó al poblado para contarles a sus vecinos esta realización tan tremenda y, antes de que pasara mucho tiempo, empezaron a congregarse seguidores a su alrededor. Se dieron cuenta de que este hombre sabía algo importante que ellos también ansiaban conocer. Cuando les dijo que eran seres perfectos y completos, alguien le preguntó:

-¿Cómo llegaste a ese conocimiento tan maravilloso que hace que tu cara se ilumine y te llena el corazón?

-No estoy seguro -admitió el hombre-. Todo lo que sé es que una mañana, sentado en una piedra y comiéndome una alcachofa, sin más, la Verdad me fue revelada.

A la mañana siguiente el sabio se despertó y encontró el poblado desierto. Intrigado, empezó a buscar a sus hermanos y hermanas, pero no había rastro de ellos. Después de buscar horas por todas las chozas y llamarlos por sus nombres, se cansó y decidió tomarse un descanso en el arroyo. Ante su sorpresa, vio allí a toda la tribu, ¡apiñados en la piedra y comiendo alcachofas!

 

Érase una vez un rey cruel y duro de corazón. Sus vasallos lo querían tan poco que estaba forzado a sofocar continuamente revueltas y atentados contra su vida. Pero una mañana se despertó con una terrible desazón por lo miserable que era su vida. Lo que más deseaba era cambiar, así que llamó al hechicero real para pedirle consejo.

El hechicero reflexionó por unos instantes y finalmente le dijo:

-Le puedo ayudar, pero su majestad debe estar dispuesto a seguir fielmente mis instrucciones.

-Haré cualquier cosa que me devuelva la paz -replicó el rey.

-Muy bien -añadió el hechicero. Espere tres días y después le daré algo que le va a ayudar.

Pasados los tres días, el hechicero le entregó un objeto muy inusual: una máscara. Era casi una réplica del rostro del rey, pero con una importante diferencia: en vez de las líneas de un rostro fruncido e irritado, mostraba una sonrisa y una expresión plácida y agradable.

-¡No puedo ponerme eso! -protestó el rey-. No es… mi cara y, además la gente no me reconocería; saben que no soy una persona feliz.

-Si su majestad desea que le ayude debe hacer lo que le pido y llevar la máscara siempre -insistió el mago.

-De acuerdo, lo haré.

El rey se puso la máscara y algo extraordinario sucedió. La gente disfrutaba mirándole y se sentía cómoda en su presencia. Empezaron a sentirse seguros y a confiar en él. El rey respondía positivamente ante la aceptación mostrada por sus vasallos y empezó a tratarlos con cariño y respeto. Poco a poco, el desasosiego se aplacó en el reino y se instauró la paz.

Existía un lugar, sin embargo, en el que no reinaba la paz: en el corazón del rey. Estaba encantado por los cambios acaecidos en el reino, pero se sentía hipócrita porque sabía que llevaba una máscara. Lleno de desazón, llamó al hechicero.

-Te estoy muy agradecido por el cambio de mi reino, pero no puedo seguir engañando a mi gente. No soy más que un charlatán. Por favor, dame permiso para quitarme la máscara.

-Si ese es su deseo, ¡que así sea! -replicó el hechicero.

Con gran dolor, el rey se posó frente a un espejo y, despacio, retiró la imagen que había transformado su vida y su reino. No le resultaba fácil, pero sabía que debía hacerlo. Haciendo acopio de todo su valor, abrió los ojos, listo para contemplar su antiguo rostro. Pero no fue eso lo que vio. Milagrosamente, su rostro se había transformado en una imagen gozosa y hermosa, más radiante incluso que la máscara.

A través de la transformación interna, el rostro del rey se había transformado en un retrato de su júbilo y generosidad. La máscara había sido sólo una medida temporal que le ayudó a que surgiese su verdadera hermosura interna.

 

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