LA PERSONA DE MIS SUEÑOS |
Había una vez un emperador chino cuya hija estaba a punto de celebrar de decimoséptimo cumpleaños. El emperador decidió que en lugar de darle una sorpresa, ella era lo suficientemente mayor para saber qué quería como regalo de cumpleaños. Así que le preguntó a su hija, diciéndole que era su deseo darle cualquier cosa que quisiera.
-Me gustaría que me regalaras la luna, -le dijo ella.
El emperador se sorprendió mucho, pero como le había prometido lo que quisiera, hizo llamar a su mejor ingeniero y le dijo que su tarea era traerle la luna a su hija. El ingeniero se inquietó mucho, pero formó un grupo de trabajadores para conseguir una torre de bambú que llegara hasta la luna.
La estructura llegó hasta el cielo, pero cuanto más alta era, más inestable era, y al final se fue abajo, matando a 50 hombres que estaban trabajando en ella en esos momentos.
El emperador se puso furioso, y le espetó al ingeniero:
-No sólo no has conseguido traerle la luna a mi hija, sino que también has matado a 50 de mis hombres en el proceso.
Y le mandó a matar.
El científico más destacado del país, que estaba muy afectado por el error del ingeniero, fue llamado entonces por el emperador con la misma petición. Se trataba de un hombre muy inteligente, y decidió utilizar la última tecnología para llevar a cabo la tarea.
Construyó un cohete para rodear la luna, y atraerla hasta la tierra con un gran gancho. Al final, lanzó el cohete con algunos de los mejores técnicos que pudo encontrar.
Pero cuando despegó, el cohete explotó en mil pedazos, matando a todos sus tripulantes. El emperador se enfadó aún más que antes, e hizo matar al científico.
Entonces acudió frustrado al filósofo y le dio la tarea de traer la luna a su hija. El filósofo pensó detenidamente y le dijo a la hija del emperador:
-He oído que quieres la luna para tu cumpleaños.
-Así es- contestó ella.
-¿Qué es la luna? -le preguntó él.
Ella contestó gesticulando con las manos:
-Es una gran bola blanca así de grande.
Así que el filósofo encontró una gran bola blanca del tamaño que ella le había indicado y se la dio al emperador para que se la regalara a su hija. Y todos vivieron felices por siempre jamás.
Hace algunos años, Neil regentaba una cafetería en el centro de Liverpool. Estaba orgulloso de la decoración de moda de su local y del estilo de su clientela. La cafetería se llenaba por las tardes y por la noche, pero solía haber un periodo de tranquilidad alrededor de las 4 de la tarde.
Un día Neil estaba limpiando la barra pulidísima cuando alguien que no había visto antes entró al bar. Este nuevo cliente parecía estar fuera de lugar. Vestía lo que sólo podría describirse como ropa de campesino: un anorak azul marino, un jersey tejido a mano y un sombrero de lana. Neil miró al hombre desdeñosamente y le preguntó qué quería.
-Un café por favor -contestó el hombre.
Neil hizo el café y lo puso en la barra.
-Serán 30 peniques.
El hombre se llevó la mano al bolsillo y sacó tres monedas de 10 peniques. Puso una en la barra enfrente de Neil y después se fue hasta el extremo izquierdo de la barra, donde puso la segunda moneda de diez. Luego se fue al extremo derecho y puso la tercera moneda.
Neil estaba echando chispas; podía sentir cómo su cara y cuello se iban poniendo rojos de rabia, pero no dijo nada. Recorrió toda la barra y recogió el dinero. El hombre se tomó el café y se fue.
El día siguiente, a la misma hora, volvió a suceder lo mismo. Neil explicó estos dos incidentes a sus amigos, a su clientela habitual cuando llegaron esa tarde. Les dijo que iba a devolvérsela a ese hombre si volvía. Les invitó a que fueran más pronto el día siguiente para que pudieran ver con sus propios ojos cómo lo hacía.
Un día más tarde, el hombre llegó a la misma hora con la misma ropa y volvió a pedir un café. Neil le sirvió el café como siempre y le pidió 30 peniques. El hombre metió la mano en el bolsillo y sacó una moneda de 50 peniques, dejándola frente a él en el mostrador. Neil sonrió con regocijo, era su oportunidad. Le guiñó el ojo a sus amigos, que se preguntaban qué era lo que iba a hacer.
Neil fue a la caja y sacó dos monedas de 10 peniques para darle el cambio. Con una sonrisa irónica, miró al hombre y fue hasta el extremo izquierdo de la barra para dejar una de las monedas. Después fue al extremo derecho y dejó la otra. Volvió al medio del mostrador y miró al hombre
El hombre ni se inmutó, cogió su taza, se bebió el café, se metió la mano en el bolsillo, sacó otra moneda de 10 peniques, la puso en el medio de la barra delante de él y dijo:
-¡Otro café, por favor!
Un hombre quiere colgar un cuadro. El clavo ya lo tiene, pero le falta un martillo. El vecino tiene uno. Así, pues, nuestro hombre decide pedir al vecino que le preste el martillo.
Pero le asalta una duda:
-¿Qué? ¿Y si no quiere prestármelo? Ahora recuerdo que ayer me saludó algo distraído. Quizás tenía prisa. Pero quizás la prisa no era más que un pretexto, y el hombre abriga algo contra mí. ¿Qué puede ser? Yo no le he hecho nada; algo se le habrá metido en la cabeza. Si alguien me pidiese prestada alguna herramienta, yo se la dejaría enseguida. ¿Por qué no ha de hacerlo él también? ¿Cómo puede uno negarse a hacer un favor tan sencillo a otro? Tipos como éste le amargan a uno la vida. Y luego todavía se imagina que dependo de él. Sólo porque tiene un martillo. Esto ya es el colmo.
Así nuestro hombre sale precipitado a casa del vecino, toca el timbre, se abre la puerta y, antes de que el vecino tenga tiempo de decir «buenos días», nuestro hombre le grita furioso:
-¡Quédese usted con su martillo, estúpido!
Dos señores estaban sentados en la banca de un parque, viendo como una ardilla saltaba de un árbol a otro. La ardilla se preparaba a saltar a una rama tan lejana que su salto parecía un suicidio. Se podría jurar que no la alcanzaría, pero siempre aterrizaba, a salvo, en una rama más baja. Luego subía hacia su meta, y parecía muy satisfecha.
El más viejo de los señores le dijo al más joven:
-He visto muchas ardillas saltar así, especialmente si hay depredadores alrededor, y nunca caen a tierra. Muchas de ellas no alcanzan las ramas a las que apuntaban, pero nunca he visto a ninguna lesionarse al tratar.
Luego, riendo, observó:
-Supongo que al menos tienen que correr un riesgo, pues si no se quedarían en un árbol durante toda su vida.
Después de esa experiencia, cada vez que el joven tenía que elegir entre arriesgarse en una situación o retroceder ante ella, se acordaba de aquel señor que en la banca del parque le había dicho:
-Tienen que arriesgarse si no quieren pasarse el resto de sus vidas en un solo árbol.
Y el joven se dijo a sí mismo:
-Si una ardilla corre riesgos, ¿voy a tener yo menos valor que ella?
El edificio de un hombre de negocios ardió hasta los cimientos. A la mañana siguiente, este valeroso hombre de negocios llegó a las ruinas llevando una mesa. Colocó la mesa en el centro de los escombros.
Encima de le mesa había escrito un lema optimista que decía:
-Todo se ha perdido excepto mi esposa, mis hijos y mi esperanza. Los negocios se reanudarán mañana como de costumbre.
Un monje le dijo una mañana a su maestro que tenía un problema que deseaba comentar con él, y éste le contestó que esperase hasta la noche. Llegada la hora de dormir, el maestro se dirigió a todos los discípulos preguntando:
-Dónde está el monje que tenía un problema?. ¡Que salga aquí ahora!
El joven, lleno de vergüenza, dio un paso al frente.
-Aquí hay un monje que ha aguantado un problema desde la mañana hasta la noche y no se ha preocupado en resolverlo. Si tu problema hubiese consistido en que tenías la cabeza debajo del agua, no habrías aguantado más de un minuto con él. ¿Qué clase de problema es ese que eres capaz de soportarlo durante horas?, -preguntó el maestro.