CUANDO LAS COSAS NO SON PERFECTAS

 

 

 
 
 
 
Cuenta la leyenda que cierto hidalgo quiso un día plantar un jardín frente a su mansión, y para ello seleccionó las mejores semillas de las más bellas flores. 
 
Preparó el suelo, sembró las semillas y, algunos meses más tarde, empezaron a brotar los hermosos y coloridos especimenes. Pero por desgracia, entre las flores había arraigado también una mala hierba bastante común en la región. 
 
Sin saber qué hacer, el hidalgo contrató los servicios de varios jardineros, pero ninguno acertó a solucionar el problema. Desesperado, mandó llamar al jardinero más consagrado de aquellas tierras, el que cuidaba los jardines del palacio real. 
 
Después de hacerle algunas preguntas, el jardinero del rey se puso a contemplar el jardín. 
 
Unos instantes más tarde, miró al caballero y le espetó: 
 
-Estaría bien que empezara su señoría a quererlas.
 
 
 
 
En la guerra de Napoleón había un teniente que se estaba batiendo con su sección en retirada de las fuerzas enemigas que habían alcanzado la periferia del pueblo donde se habían instalado provisionalmente. De repente oyeron algunos ruidos que les hicieron darse cuenta de que el enemigo estaba más cerca de lo que pensaban. El enemigo era demasiado numeroso para intentar defenderse, por lo que decidieron buscar algún escondite.
 
Cuando el teniente estuvo seguro de que todos sus hombres se habían podido esconder, buscó un escondite para él. Desesperado, se dirigió a una casa cercana y le rogó al propietario que le escondiera allí. El propietario le señaló un montón de pieles que había en el suelo y le dijo que se echara al lado de las pieles. Así lo hizo el teniente, y el propietario le cubrió con ellas.
 
En ese mismo momento, unos soldados enemigos irrumpieron en la casa y empezaron a buscar por todas partes. Al final vieron las pieles y clavaron sus bayonetas en el montón. Al no encontrar nada, echaron otro vistazo en la casa y acabaron marchándose.
 
Cuando el propietario estuvo seguro de que el enemigo se había marchado, le dijo al teniente que ya no había peligro y que las tropas del enemigo se habían marchado del pueblo. El teniente salió arrastrándose de debajo de las pieles, temblando pero sin ninguna herida. El propietario de la casa estaba sorprendido y le preguntó cómo se había sentido cuando los soldados clavaban sus bayonetas en el montón de pieles.
 
El teniente cogió al propietario por los brazos y le sacó de su casa, hizo que sus soldados salieran de sus escondites y les hizo formar un pelotón de fusilamiento. Puso al propietario en la línea de tiro y ordenó a sus tropas que se prepararan para disparar. El propietario de la casa se puso a temblar de arriba abajo y cayó de rodillas al suelo. El teniente se acercó a él y le levantó del suelo: 
 
-Ahora ya sabes cómo me he sentido, -le dijo.
 
 

 

Cuentan que cierta vez, en Paris, la esposa de un diplomático tenía que asistir a una importante recepción en el Palacio del Elíseo y se lamentaba de no tener un sombrero adecuado a su nuevo vestido.
 
Acudió al mejor modista de Paris y la atendió una de las dependientas, que le mostró los mejores sombreros del lujoso establecimiento. Pero ninguno encajaba con el gusto de la señora.
 
A punto de marcharse, desengañada, preguntó por el creador, artista de la boutique, quien, saliendo amablemente, se interesó por la calidad, el color y las características del vestido que la señora iba a lucir en la fiesta.
 
Debidamente informado por la dama, desplegó un gran trozo de amplia cinta de seda. Hizo un hermoso lazo y lo sujetó, adaptándolo a la cabeza de la señora, quien, muy satisfecha, exclamó:
 
-¡Éste es el sombrero que yo deseaba. Muy bien! ¿Cuánto le debo?
 
-Son tres mil francos, madame
 
La reacción de la señora, al parecerle el precio muy alto, fue inmediata:
 
-Pero ¿cómo? ¿Tres mil francos por un trozo de cinta?
 
El artista, imperturbable, deshizo el sombrero que había creado y, envolviendo delicadamente el tejido utilizado, con la mejor de sus sonrisas se lo ofreció a la dama diciendo:
 
- Madame, el trozo de cinta de seda es gratis.
 
 

Hace miles de años, las tribus viajaban, hacían el amor libremente, tenían hijos y, cuanto más poblada era una tribu, más posibilidades tenía de desaparecer. Luchaban entre sí por comida matando a los niños y después matando a las mujeres, que eran más débiles. Sólo quedaban los fuertes, pero eran todos hombres. Y los hombres, sin mujeres, no pueden perpetuar la especie.

Entonces alguien, al ver que eso había sucedido en la tribu vecina, decidió evitar que también sucediese en la suya. Inventó una historia: los dioses prohibían que los hombres hiciesen el amor con todas las mujeres. Sólo podían hacerlo con una o dos como máximo. Algunos eran impotentes, algunas eran estériles, parte de la tribu no tenía hijos por razones naturales, pero nadie podía cambiar de pareja.

Todos lo creyeron, porque el que lo dijo hablaba en nombre de los dioses. En pocos años, la tribu se hizo más fuerte; un número de hombres capaces de alimentar a todos, mujeres capaces de reproducir, niños capaces de aumentar lentamente el número de cazadores y de reproductoras.

Tal vez sea por eso, por culpa de una historia escondida en el pasado: el hambre, la amenaza de extinción de la especie y el camino hacia la supervivencia que lo que le da más placer a una mujer en el matrimonio no sea el sexo, sino ver a su marido comer. Ese es el momento de gloria de la mujer, que se pasa el día entero pensando en la cena.

 

El escultor chipriota Pigmalión era un hombre solitario, que no quería comprometerse con ninguna mujer. Un día comenzó a esculpir la efigie de una doncella y, poco a poco, la fue cincelando con tanto amor y devoción que hizo la más perfecta estatua que jamás hubo visto ojo humano.

 

Pigmalión le puso un lindo traje y una guirnalda de flores en la cabeza y le dio un apasionado beso, pero su tristeza era infinita porque se había enamorado de una simple escultura.

 

Venus, la diosa del amor, que lo observaba inmóvil frente a su obra, un día tuvo lástima de él. Pasó al lado de la estatua y, con un solo soplo, dio vida a tan magnífica belleza. La estatua se bajó de su pedestal y suavemente se acercó a Pigmalión, que no salía del asombro.

 

Así nació Galatea quién se convirtió en la esposa del artista y la madre de Phapos. Tan poderosa fue la expectativa de Pigmalión que sus deseos y su amor se convirtieron en realidad.

 

 

Había una vez una gaviota que vivía en la costa oeste de Irlanda cuyo nombre era Jake O'Shaunessey. Jake era una gaviota saludable, atractiva e inteligente, pero no podía volar.
 
Cuando era sólo un pajarillo, los padres y hermanos de Jake se habían perdido en una fuerte tormenta y nadie más le había vuelto a enseñar.
 
Se hizo mayor y decidió intentar aprender solo. Miraba a otras gaviotas y las imitaba. Corría por el suelo y aleteaba saltando arriba y abajo, intentando alzarse en el aire, pero no pasaba nada, y las gaviotas jóvenes se reían porque era muy divertido verle.
 
Algunas de las gaviotas más jóvenes intentaron enseñarle, pero cada una le explicó a Jake una manera diferente de aprender a volar, y Jake intentaba pensar en todas las formas que cada una de las gaviotas le había dicho:
 
-Mueve más las alas, pon los pies atrás, la cabeza erguida.
 
Y todas las demás instrucciones. Pensaba tanto en todo lo que los demás le decían que no era capaz de despegar del suelo. Empezó a creer que le pasaba algo, que nunca volaría.
 
Intentó ir a la cima de un acantilado y saltar desde él, pero lo único que hizo fue caer hasta el fondo. Fue a un acantilado más alto, sobre el mar, cerró los ojos, y saltó. Otra vez, volvió a caer. Otras gaviotas se compadecieron de Jake e intentaron cuidarle. Pero esto le hizo sentirse más abatido que nunca. Se sentía como un lisiado.
 
Un día una gaviota muy vieja y sabia llegó volando hasta la costa oeste dónde vivía Jake. Escuchó el problema de Jake y le dijo que subiera a la cima de un acantilado especial, el más alto y empinado.
 
En la cima de este acantilado encontraría una gran roca, y en esta roca había escrito un mensaje secreto. Éste era el mensaje que necesitaba Jake para poder volar, le dijo el pájaro sabio.
 
Ninguna gaviota había subido nunca a ese acantilado tan empinado. Jake tuvo que atarse estrellas de mar a los pies para que le ayudaran a agarrarse. Subió lenta, dolorosamente, y finalmente llegó a la cima. Vio la gran roca. En ella estaba escrito «Lo que creas, puedes hacerlo».
 
Jake miró abajo del vertiginoso acantilado y estaba aterrorizado, pero cerró los ojos y saltó. Empezó a caer, y en esos momentos recordó decirse a sí mismo:
 
 -Creo que puedo volar, creo que puedo volar.
 
Estaba tan ocupado diciéndoselo a sí mismo que se olvidó de dudar de sí mismo. En lugar de prestar atención a todas las cosas diferentes que le habían dicho que hiciera, simplemente las hizo. Y se encontró volando, volando como cualquier otra gaviota, con las alas extendidas, deslizándose sobre el viento.
 
Fue el momento más maravilloso de toda su vida. Voló y se sumergió en el agua y no se preguntó ni una sola vez si lo estaba haciendo bien. Más allá en la arena, las otras gaviotas que le estaban mirando, le oían cantar:
 
-¡Puedo volar! ¡Lo creo!.
 

Érase una vez un hombre que había llevado una buena vida, y cuando murió fue al cielo. Al llegar a las puertas del cielo, se encontró con un guardián que se presentó y le dio la bienvenida al otro mundo. Pero antes de llevar al hombre al otro lado de las puertas del cielo, el guardián le dijo:

-Sé que puede parecer extraño, pero puede elegir. Las personas que han llevado una buena vida en la tierra tienen la posibilidad de escoger. Algunos escogen vivir en el infierno y otros escogen vivir en el cielo.

El hombre parecía extrañado y preguntó:

-¿Por qué escogería alguien ir al infierno? No puedo imaginar qué puede tener eso de bueno para nadie.

El guardián contestó:

-Se sorprendería. Pero no tiene que decidirse ahora mismo, puede echar un vistazo a los dos sitios si quiere y decidirse después.

El hombre estuvo de acuerdo y el guardián le hizo atravesar una puerta y pasar por un largo pasillo. En cuanto hubieron traspasado la puerta, el hombre pudo oler los aromas más seductores, ricas especias y suaves aromas. Se le estaba haciendo la boca agua. Finalmente llegó a una ventana y a través de ella pudo ver hermosas mesas puestas con la comida más magnífica que pueda imaginarse. Se volvió hacia el guardián y le dijo:

-Así que esto debe ser el cielo. Nunca había visto ni olido un banquete tan maravilloso. Está más allá de nada de lo que haya experimentado.

-Bueno, no -dijo el guardián; -en realidad es el infierno.

En esos momentos el hombre vio la gente que había en la habitación. Estaban escuálidos, con la piel gris y demacrada, y duras expresiones en sus caras. No pudo darse cuenta inmediatamente de lo que pasaba. Pero entonces vio a alguien intentando comer.

Los brazos de esta persona estaban rígidos y cada vez que conseguía coger algo de comida e intentaba ponérsela en la boca, no podía doblar los brazos y la comida se le caía al suelo.

-¡Qué horror-exclamó el hombre-, tener todo ese banquete delante y no poder participar de él! Déjeme ver el cielo.

El guardián le llevó más adelante en el pasillo a un lugar de donde emanaban deliciosos aromas, pero no más atrayentes que los que había olido antes. Y cuando miró por la siguiente ventana volvió a ver un magnífico banquete. Cuando miró a la gente se sorprendió al ver que también tenían los brazos rígidos.

Pero estas personas estaban sanas. Parecían felices y contentas y no parecían en absoluto desnutridas. Algunas de ellas se acercaron a la mesa y cogieron algo de comida.

El hombre se preguntó qué pasaría cuando se les cayera al suelo al intentar doblar sus brazos rígidos y entonces vio lo que pasaba. En lugar de intentar meter la comida en sus bocas, se volvían y ponían la comida en la boca de otra persona. No importaba que no pudieran doblar los brazos: se alimentaban los unos a los otros.

 

El presidente del consejo de administración de una gran empresa tenía un excelente asesor financiero el cual tenía una extraña costumbre. Fuera cual fuese su consejo, siempre le decía al empresario, que ocurriera lo que ocurriera, sería bueno. Independientemente de lo que sucediera a las ventas, los beneficios o los stocks de la empresa o de las campañas que lanzasen los competidores o de las demandas judiciales que presentase el público en su contra, el consejero siempre le decía:
 
-Esto es bueno.
 
Un día el presidente del consejo perdió varios dedos en un accidente. El consejero fue a visitarlo y tras mirarle la mano vendada, le dijo:
 
-Ya verás como esto es bueno.
 
-Sí, claro. Ya basta -dijo el empresario-. Quedas despedido. Largo de aquí.
 
El empresario volvió al trabajo, todavía enojado por la pérdida de sus dedos. Cuando la herida se curó, decidió tomarse unas vacaciones y hacerse un regalo. Le fascinaban las culturas primitivas y decidió hacer un estudio de campo. Contrató a un guía, a varios porteadores y con algunos socios suyos partió hacia África.
 
El primer día, el inexperto guía se perdió y fueron capturados por unos caníbales. Ya habían encendido las hogueras, puesto las ollas en ellas y los cautivos esperaban ser cocinados.
 
Cuando llegó el jefe de la tribu para contemplar los preparativos, vio que al empresario le faltaban algunos dedos y detuvo la ceremonia.
 
-Este hombre es imperfecto -dijo. No comemos gente con imperfecciones. Eso afectaría nuestras generaciones futuras. Soltadlo.
 
Cuando el empresario volvió a casa, fue a ver a su ex consejero. Estaba desempleado y vivía de sus ahorros en una casa que había alquilado.
 
-He venido para disculparme -le dijo. Tenías razón.
 
-¿Qué quieres decir?, -preguntó el consejero.
 
El empresario le contó lo que le había ocurrido con los caníbales y qué de la había salvado la vida.
 
-Fue realmente bueno perder los dedos. Lamento mucho haberte despedido y haberte arruinado la vida y la reputación. ¿Qué puedo hacer para compensarte de mi error?
 
-Pero si fue bueno que me despidieras.
 
-¿Qué quieres decir con que fue bueno que te despidiera?
 
-Si no me hubieras despedido, habría ido de safari contigo y me habrían comido los caníbales.
 
 

Mi hija se acercó a mí y me planteó una pregunta interesante:

-Papá, ¿cómo es que las cosas se lían con tanta facilidad?

-¿Qué quieres decir con eso de «liar», cariño?

-Ya sabes, papá, cuando las cosas no son perfectas. Mira como está mi mesa ahora, llena de cosas. Está desordenada. Y, sin embargo, anoche, trabajé duro para que estuviera perfecta. Pero las cosas no permanecen así por mucho tiempo. ¡Se lían con tanta facilidad!

-Muéstrame cómo son las cosas cuando son perfectas- le pedí a mi hija.

Ella respondió moviendo todo lo que había sobre su estantería, colocándolo en posiciones individualmente asignadas. Una vez que hubo terminado, dijo:

-Ahí lo tienes, papá; ahora está todo perfecto. Pero no permanecerá de ese modo.

-¿Y si muevo quince centímetros tu caja de pinturas hacia este lado? –le pregunté- ¿Qué sucede en este caso?

-No papá, ahora ya está liado- contestó ella. De todos modos, la caja tendría que estar recta, y no inclinada como tú la has puesto.

-¿Y si muevo el lápiz desde el lugar donde lo has dejado hasta el siguiente?

-Ahora vuelve a estar desordenado -dijo ella.

-¿Y si el libro estuviera parcialmente abierto? Seguí preguntando.

-¡Eso también estaría desordenado!

-Cariño- dije regresando junto a mi hija-, no es que las cosas se desordenan con facilidad. Lo que sucede es que tú tienes muchas formas de que las cosas se líen, y solamente una para que sean perfectas.

 

 

 

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