ESTE MARAVILLOSO VERDOR AL QUE ACOGERNOS

 

 

Un joven monje llegó a un famoso monasterio. Era listo y deseaba hacer carrera: ser reconocido y dejar huella en el mundo. Al cabo de unos meses le permitieron dar algunas lecciones, pero todavía estaba a la sombra del abad, el anciano que dirigía el lugar. En sus clases se amontonaban los seguidores y en las del joven no había casi ninguno.

Con la intención de desacreditar al anciano, una noche urdió un plan. Decidió que en la clase de la mañana se plantaría delante del abad con una paloma escondida a la espalda. Luego le retaría a adivinar si el pájaro estaba muerto o vivo: si respondía «muerto», lo soltaría para que volase libremente; si decía «vivo», le retorcería el cuello y lo mostraría muerto. El truco demostraría que el viejo no era un sabio.

Por la mañana el abad inició la lección debajo de un frondoso árbol. Al poco el joven se levantó y habló bien alto:

-¡Abad! -gritó-, tengo un pájaro a mi espalda. ¿Está vivo o está muerto?

El anciano lo miró con serenidad y respondió:

-Eso, amigo mío, depende enteramente de ti.

El joven se quedó petrificado. Y, tras unos segundos, dejó volar a la paloma y se sentó a los pies de su maestro.

 

Érase una vez un hombre rico que buscaba la felicidad. Estaba dispuesto a pagar una fortuna a quien le pudiese guiar. El dinero no era un problema, así que llevaba siempre consigo una bolsa llena de diamantes y en cuanto hallaba a un maestro le decía:

-Esta bolsa es tuya a cambio del secreto de la plenitud.

Había viajado mucho, había acudido a muchos maestros, y ya era conocido en todo el país. Un día se encontró con un gran sabio sufí sentado bajo un árbol y le dijo, una vez más:

-Voy en busca de la felicidad auténtica. Todos estos diamantes son tuyos si sabes indicarme el camino.

El maestro asintió. Se puso lentamente en pie. Y en cuanto estuvo erguido... ¡agarró la bolsa de los diamantes y echó a correr!

Nuestro hombre se quedó petrificado: no podía creer lo que veían sus ojos. ¡Un famoso maestro robando como un sucio truhán! En cuanto se recuperó empezó a perseguirlo por el pueblo:

-¡Al ladrón! ¡Me ha robado todo mi dinero! ¡No es un sabio sino un fraude!

Gritaba y corría, pero el maestro conocía bien las callejuelas y le despistó enseguida. Al poco, el hombre se derrumbó abatido en una esquina, llorando:

-¡Mis diamantes! ¡Era todo lo que poseía!

Las gentes del lugar se arremolinaron a su alrededor. Muchos le intentaban animar. Al final le acompañaron al lugar donde había dejado su caballo, junto al árbol del maestro sufí y, ¡sorpresa!, el viejo estaba sentado allí, con la bolsa de diamantes al lado.

El viajero se lanzó sobre la bolsa y la apretó fuertemente contra su corazón:

-¡Gracias a Dios! -decía y repetía.

El maestro lo miró sonriendo y preguntó:

-¿Estás feliz ahora?

-Nunca lo estuve tanto -concluyó el viajero.

-Pues esa misma es la clave de la felicidad -concluyó el anciano.

 

Un maestro budista se hallaba dando una lección. En un momento dado levantó un vaso de agua. Todo el mundo esperaba la típica pregunta: «¿Está medio lleno o medio vacío?».

Sin embargo, inquirió:

-¿Cuánto pesa?

Las respuestas variaron entre 200 y 250 gramos.

El maestro respondió:

-Amigos míos, el peso en gramos no importa. Lo que cuenta es «lo que nos pesa», y eso depende de cuánto tiempo lo sostenemos. Si lo sostenemos un minuto, no es problema. Si lo sostenemos una hora, nos dolerá el brazo. Y si lo sostenemos un día, el brazo se entumecerá y se paralizará. El peso en gramos no varía, pero cuanto más tiempo lo sujeto, más difícil de soportar se vuelve. Las preocupaciones son como el vaso. Si piensas en ellas un rato, no pasa nada. Si piensas un poco más, empiezan a doler. Y si piensas en ellas todo el día, acabas sintiéndote paralizado, incapaz de vivir. Recordad: hay que saber soltar.

 

En lo alto de la colina había un bonito bosque de robles. Todas las semanas los carpinteros pasaban por allí y escogían algunos para cortarlos y hacer fuertes vigas. Pero nunca se pararon ante uno que, aunque grande, se levantaba curvándose por todas partes. ¡Ni su tronco ni ninguna de sus ramas estaban rectos! Los carpinteros pensaban:

-Ese árbol no dará ni una sola tabla decente.

También acudían allí los buscadores de leña e igualmente despotricaban del roble:

-Esas ramas retorcidas arrojarán un humo pestilente.

Y algo parecido opinaban los escultores:

-¡Tiene demasiados nudos! No sirve para ser tallado.

Y tras varios siglos y muchísimas visitas de carpinteros, leñadores y escultores desapareció el bosque entero, a excepción de aquel gran árbol retorcido. Durante el día, los niños jugaban a su sombra. Y durante la noche, los hombres charlaban sentados a su vera. Un buen día un anciano apesadumbrado preguntó:

-¿De qué sirve ser inútil?

Y un amigo, señalando hacia arriba, respondió:

-Mira sobre tu cabeza. Hace mucho se levantaba aquí todo un bosque. Ahora sólo queda este ejemplar. Si no hubiese sido inútil en su día, ahora no tendríamos este maravilloso verdor al que acogernos.

 

Un granjero se hallaba en su lecho de muerte, sereno y preparado para la partida excepto por una cosa: temía que sus tres hijos abandonasen su próspera granja. Decían que no les gustaba el campo y estaban deseosos de marchar a la ciudad. Los hizo llamar y les pidió que se acercaran. Susurrando, les confesó:

-Pronto voy a morir y quiero que sepáis que hay un gran tesoro enterrado en nuestras tierras. No sé exactamente dónde está, pero si lo encontráis, seréis inmensamente ricos. Sólo os pido que lo repartáis a partes iguales.

Tan pronto el padre fue enterrado, los muchachos se pusieron a la tarea de buscar el tesoro. Con picos y palas le dieron la vuelta al terreno dos veces. Pero no encontraron nada.

Pero como el campo estaba tan bien trabajado, decidieron cultivar grano tal como había hecho siempre su padre. Tuvieron una gran cosecha.

Después de recogerla se pusieron de nuevo a la tarea de la búsqueda del tesoro, y de nuevo no encontraron nada. Pero, una vez más, plantaron semillas aprovechando la labor realizada. La cosecha fue aún mejor.

Y así transcurrieron los años, hasta que los hermanos le cogieron el gusto a los trabajos de la granja y se dieron cuenta del verdadero tesoro que les había dejado su padre en herencia.

 

Un grupo de discípulos le preguntó una vez a su maestro:

-¿De dónde viene el lado negativo de la mente?

El maestro se retiró un momento y regresó con un lienzo en blanco gigante. Justo en medio había un puntito negro.

-¿Qué veis en este cuadro?-preguntó el maestro.

-Un pequeño punto negro -respondieron.

-Pues ése es el origen de la mente negativa. A menudo nos centramos en pequeñeces y somos incapaces de ver la enorme extensión de nuestra conciencia.

 

Un anciano maestro estaba cansado de las constantes quejas de su discípulo, así que pensó que debía hacerle recapacitar. Una mañana le pidió que le llevara sal y, cuando regresó, le mandó echarla en un vaso de agua y que a continuación bebiera de él.

-¿Cómo sabe el agua? -preguntó el maestro.

-¡Puaj! Muy salada -respondió el pobre chico.

Aguantándose la risa, el anciano le ordenó repetir la acción, pero esa vez tenía que echar la sal en el lago. Caminaron sin prisa hasta allí y, cuando el joven hubo cumplido la orden, el maestro le pidió beber del lago.

-¿A qué te sabe ahora?

-¡Está fresquísima! Es una delicia para el paladar.

El maestro concluyó:

-El dolor de la vida es como la sal. Siempre hay la misma cantidad. Sin embargo, su sabor depende del recipiente. Cuando te aflijan las adversidades, agranda el sentido de las cosas. Deja de ser un vaso y sé un inmenso lago.

 

Un rey ofreció un gran premio al mejor cuadro sobre la paz. Optaron infinidad de obras, pero sólo dos fueron seleccionadas. Uno de los cuadros representaba un lago: bello, tranquilo, rodeado de montañas que se reflejaban en sus aguas. El cielo era azul brillante con algunas hermosas nubes blancas. Era su favorito.

-Es una representación perfecta de la paz -dijo.

La otra pintura también contenía montañas, pero escarpadas y peladas. Sobre ellas, había un cielo gris. Llovía y caían impactantes rayos. A un lado se apreciaba una violenta cascada. ¡No parecía nada pacífico!

Pero cuando el rey observó con detalle vio, junto a la cascada, un pequeño arbusto que salía de una grieta. Y en el arbusto, un pajarillo que había construido su nido. El animal estaba en perfecta paz. El rey escogió, sin dudarlo, esta segunda pintura. Y afirmó:

-La verdadera paz no se encuentra en la calma del cementerio. La auténtica paz se halla en medio del sonido de la vida. Éste es el verdadero significado de la palabra «paz».

 

Un día, un sediento león se acercó a un lago de aguas transparentes y, al asomarse para beber, vio por primera vez su imagen reflejada. Asustado, pensó:

-Este lago es territorio de ese fiero león. ¡Tengo que marcharme!.

Pero el animal tenía mucha sed, así que, al cabo de unas horas, decidió volver. Se aproximó sigilosamente y, justo cuando inclinó el cuello para beber, ¡ahí estaba de nuevo su rival! ¡No se lo podía creer! ¡Qué veloz y atento era el maldito animal! ¿Qué podía hacer? La sed lo estaba matando y ésa era la única fuente de agua en kilómetros a la redonda.

Desesperado, se le ocurrió rodear el lago para penetrar por un recodo oscuro. Cuando llegó al lugar, se arrastró hasta al agua y, ¡las mismas fauces frente a él! Estaba hundido. Nunca se había enfrentado a alguien tan territorial. Pero el león tenía tanta sed que decidió jugársela. Se armó de coraje, corrió hasta llegar a la orilla y, sin pensarlo, metió la cabeza en el agua. Entonces fue cuando, ¡se hizo la magia!: su feroz rival había desaparecido para siempre.

 

Cuentan que un turista en Israel quiso conocer al célebre rabino Hilel el Sabio. Cuando entró en su casa, le sorprendió ver que ésta consistía en una sola estancia llena de libros y un único taburete donde sentarse. El turista preguntó:

-Pero, Rabí, ¿dónde están sus muebles?

-¿Y dónde están los tuyos? -replicó el sabio.

-Pero yo estoy aquí de paso.

-¿Y cómo piensas que estoy yo? -concluyó el Rabí.

 

El rabino Meir Cohen había dedicado toda su vida a estudiar las Escrituras. Era una autoridad apreciada en todo el mundo y sus sermones se publicaban en muchos idiomas, especialmente los dedicados al pecado de hablar mal de los demás. En una ocasión, se hallaba en un tren de vuelta a casa y conoció a otro viajero. Éste le habló del propósito de su viaje:

-Voy a la capital para conocer al gran rabino Meir Cohen.

Al rabino le divirtió la coincidencia y quiso indagar más acerca de la opinión que se tenía de él.

-¿Y por qué le llamas «gran rabino»? ¿Qué tiene de especial? Yo creo que sólo es un hombre como los demás.

-¿Cómo osas ser tan insolente con un sabio sin igual? -exclamó al viajero al tiempo que le propinaba un sonoro bofetón.

Días más tarde, ya en la ciudad, Meir Cohen daba una conferencia en la universidad. Al terminar, aquel viajero del tren se acercó avergonzado a pedirle disculpas. Se había quedado blanco de vergüenza al comprobar que había abofeteado al mismo héroe al que quiso defender.

-¡Señor! ¿Qué he hecho? ¡No tengo perdón de Dios! -le dijo.

-No hay nada que perdonar, puesto que me has enseñado algo vital: la importancia de no hablar mal de nadie, pero sobre todo de uno mismo.

 

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