COMULGAR CON LAS FUERZAS DE LA CREACIÓN

 

 

En la década de 1990 viví en el desierto alto del norte de Nuevo México. Fue durante una de las peores sequías registradas en el suroeste.

Los ancianos de los pueblos nativos decían, que desde que podían recordar, nunca habían estado tanto tiempo sin lluvia.

David, un amigo mío, nativo de uno de esos pueblos cercanos, me llamó una mañana de verano y me preguntó que si quería acompañarlo a visitar un lugar que sus ancestros construyeron donde podría rezar para que lloviera.

Yo acepté y pronto nos encontrábamos de camino a través de cientos de acres de tierras altas desérticas. Él me condujo a un sitio donde había un círculo de piedras que me recordó una rueda de la medicina.

Cada piedra había sido colocada de manera precisa por las manos de sus ancestros, mucho tiempo atrás.

Yo tenía ciertas expectativas sobre lo que vería, pero mi amigo sólo se quitó las botas de explorador y caminó descalzo hacia el centro del círculo de piedras.

Lo primero que hizo fue honrar a todos sus antepasados; después colocó las manos en postura de oración frente a su pecho, me dio la espalda y cerró los ojos.

Menos de un minuto después, se volvió y dijo:

-Tengo hambre. Consigamos algo de comer.

-Pensé que habías venido a orar por la lluvia -dije, sorprendido.

La verdad es que esperaba verlo entonar cantos y ejecutar danzas. Él me miró y respondió:

-No. Si rezo para que llueva, la lluvia nunca llegaría.

Cuando le pregunté por qué, él me contestó que, porque en el instante en el cual rezas para que algo ocurra, reconoces que aquello no existe en ese momento; que en realidad lo que harías sería anular justo eso que deseas provocar con tus plegarias.

-Bueno, si no rezaste por la lluvia hace un momento, cuando cerraste los ojos -le dije-, entonces, ¿qué fue lo que hiciste?

-Cuando cerré los ojos, evoqué la sensación que se percibe después de que ha llovido tanto que puedo pararme con los pies desnudos sobre el lodo de mi pueblo. Olí los aromas del agua de lluvia que escurre por las paredes de tierra de nuestras casas. Sentí lo que se siente caminar a través de un maizal que ha crecido hasta la altura de mi pecho gracias a toda la lluvia que ha caído. De esa manera, siembro una semilla por la posibilidad d esa lluvia y después manifiesto mi agradecimiento y reconocimiento.

-¿Quieres decir, gratitud por la lluvia que has creado? -pregunté.

-No, nosotros no creamos la lluvia -dijo él-. Manifiesto agradecimiento y aprecio por la oportunidad de comulgar con las fuerzas de la creación.

Desde la perspectiva de las tradiciones ancestrales de David, me explicó que si sentimos como si la plegaria ya se hubiera cumplido, le damos energía para que se manifieste en nuestras vidas.

Esto implica que, cuando oramos para que algo suceda, en realidad lo que hacemos es contribuir a que persistan las condiciones que deseamos cambiar.

Apenas empezaba a atardecer, así que fuimos a buscar algo para comer. Cuando regresábamos, grandes nubes negras comenzaron a acumularse sobre las montañas Sangre de Cristo.

Esa noche comenzó a llover por primera vez en muchos meses. Llovió durante toda la noche, la mañana siguiente y hasta la tarde. Al anochecer llamé a David para comentarle:

-Esto es un desastre. No ha dejado de llover desde anoche. Los campos están inundados y los caminos han desaparecido entre este lugar y el pueblo más cercano. ¿Qué sucede?

Él guardó silencio durante un momento, después rió y dijo:

-Ésa es la parte de la plegaria que mis ancestros nunca pudieron controlar.

Gregg Braden

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