UNA FACETA DE LA DIVINIDAD

 

 

 

 

 

Jeffy es un niño de nueve años que había estado enfermo de leucemia la mayor parte de su vida, él no paraba de entrar y salir del hospital. Estaba muy mal cuando lo vi por última vez en su habitación del hospital. Padecía una afección del sistema nervioso central; parecía un hombrecito borracho.

 

Tenía la piel muy blanca, pálida, casi incolora. Con gran dificultad lograba sostenerse en pie. Muchas veces se le había caído todo el pelo después de la quimioterapia. Ya no toleraba ni mirar una jeringa, y todo le resultaba terriblemente doloroso.

 

Yo sabía que a ese niño le quedaban, como mucho, unas pocas semanas de vida. Ese día fue un médico joven y nuevo el que le pasó visita. Cuando entré en la habitación oí que les decía a los padres que iba a intentar otra quimioterapia.

 

Les pregunté a los padres y al médico si le habían preguntado a Jeffy si estaba dispuesto a aceptar otra tanda de tratamiento. Dado que los padres lo amaban incondicionalmente, me permitieron hacerle la pregunta al niño delante de ellos. Jeffy me dio una respuesta preciosa y sencilla, de ese modo en que hablan los niños:

 

-No entiendo por qué ustedes las personas mayores nos hacen enfermar tanto a los niños para ponernos bien.

 

Hablamos de eso. Esa era su manera de expresar los naturales quince segundos de rabia. Ese niño tenía suficiente dignidad, autoridad interior y amor por sí mismo para atreverse a decir «No, gracias» a la quimioterapia. Sus padres fueron capaces de oír ese «no», de respetarlo y aceptarlo.

 

Después quise despedirme de Jeffy, pero él me dijo:

 

-No, quiero estar seguro de que hoy me llevarán a casa.

 

Si un niño dice «Llévenme a casa hoy» significa que siente una enorme urgencia, y tratamos de no aplazarlo. Por lo tanto, les pregunté a sus padres si estaban dispuestos a llevárselo a casa. Ellos lo amaban tanto que tenían el valor necesario para hacerlo. Nuevamente quise despedirme. Pero Jeffy, como todos los niños, que son terriblemente sinceros y sencillos, me dijo:

 

-Quiero que me acompañe a casa.

 

Yo consulté mi reloj, lo que en leguaje simbólico significa: «Es que no tengo tiempo para acompañar a casa a todos mis niños, ¿sabes?» No dije ni una sola palabra, pero él lo entendió al instante.

 

-No se preocupe -me dijo-, sólo serán diez minutos.

 

Lo acompañé a su casa, sabiendo que en esos próximos diez minutos él iba a concluir su asunto pendiente. Viajamos en el coche, sus padres, Jeffy y yo; al llegar al final del camino de entrada, se abrió la puerta del garaje. Ya dentro del garaje nos apeamos. Con mucha naturalidad, Jeffy le dijo a su padre:

 

-Baja la bicicleta de la pared.

 

Jeffy tenía una flamante bicicleta que colgaba de dos ganchos en la pared del garaje. Durante mucho tiempo, su mayor ilusión había sido poder dar, por una vez en su vida, una vuelta a la manzana en bicicleta.

 

Su padre le compró esa preciosa bicicleta, pero debido a su enfermedad el niño nunca había podido montarse en ella y la bicicleta llevaba tres años colgada en la pared. Y en ese momento Jeffy le pidió a su padre que la bajara. Con lágrimas en los ojos le pidió también que le pusiera las ruedecitas laterales.

 

No sé si se dan cuenta de cuánta humildad necesita tener un niño de nueve años para pedir que le pongan a su bicicleta esas ruedas de apoyo, que normalmente sólo se utilizan para los niños pequeños.

 

El padre, con lágrimas en los ojos, colocó las ruedas laterales a la bicicleta de su hijo. Jeffy parecía estar borracho, apenas si podía tenerse en pie. Cuando su padre acabó de atornillar las ruedas, Jeffy me miró a mí:

 

-Y usted, doctora Ross, usted está aquí para sujetar a mi mamá a fin de que no se mueva.

 

Jeffy sabía que su madre tenía un problema, un asunto inconcluso: todavía no había aprendido que el amor sabe decir «no» a sus propias necesidades. Lo que ella necesitaba era coger en brazos a su hijo tan enfermo, montarlo en la bicicleta como a un crío de dos años, y agarrarlo bien fuerte mientras él corría alrededor de la manzana. Eso habría impedido que el niño obtuviera la mayor victoria de su vida.

 

Por lo tanto, sujeté a su madre y su padre me sujetó a mí. Nos sujetamos mutuamente, y en esa dura experiencia comprendimos lo doloroso y difícil que es a veces dejar que un niño vulnerable, enfermo terminal, obtenga la victoria exponiéndose a caerse, hacerse daño y sangrar. Pero Jeffy ya había emprendido la marcha.

 

Transcurrió una eternidad hasta que por fin volvió. Era el ser más orgulloso que se ha visto jamás. Lucía una sonrisa de oreja a oreja. Parecía un campeón olímpico que acabara de ganar una medalla de oro.

 

Con mucha dignidad se bajó de la bicicleta y con gran autoridad le pidió a su padre que le quitara las ruedas laterales y se la subiera a su dormitorio. Después, sin el menor sentimentalismo, de modo muy hermoso y franco, se volvió hacia mí.

 

-Y usted, doctora Ross, ahora puede irse a su casa.

 

Dos semanas después, me llamó su madre para contarme el final de la historia.

 

Cuando me hube marchado, Jeffy les dijo:

 

-Cuando llegue Dougy de la escuela, lo enviáis a mi cuarto. Pero nada de adultos, por favor.

 

Dougy es su hermano menor, que estaba en primer curso de básica. Así pues, cuando llegó Dougy, lo enviaron a ver a su hermano, tal como éste lo había pedido. Pero cuando bajó al cabo de un rato, se negó a contar a sus padres lo que habían hablado. Había prometido a Jeffy guardar el secreto hasta su cumpleaños, para el que faltaban dos semanas.

 

Jeffy murió una semana antes del cumpleaños de Dougy.

 

Llegado el día, Dougy celebró su fiesta, y entonces contó lo que hasta ese momento había sido un secreto.

 

Aquel día en el dormitorio, Jeffy dijo a su hermano que quería tener el placer de regalarle personalmente su muy amada bicicleta, pero que no podía esperar hacerlo para su cumpleaños, porque entonces ya estaría muerto; por lo tanto, deseaba regalársela ya; pero se la regalaba con una condición: Dougy nunca usaría esas dichosas ruedas laterales.

 

Elisabeth Kübler-Ross

 

 

Todo el mundo sufre contratiempos en la vida. Cuanto más numerosos son más aprendemos y maduramos. La adversidad sólo nos hace más fuertes. La vida es ardua. La vida es una lucha. La vida es como ir a la escuela; recibimos muchas lecciones. Cuanto más aprendemos, más difíciles se ponen las lecciones. Cuando se aprende la lección, el dolor desaparece.

 

La muerte puede ser una de las más grandiosas experiencias de la vida. Si se vive bien cada día, entonces no hay nada que temer. Siempre me preguntan cómo es la muerte. Contesto que es maravillosa. Es lo más fácil que vamos a hacer jamás.

 

No hay dicha sin contratiempos. No hay placer sin dolor. ¿Conoceríamos el goce de la paz sin la angustia de la guerra? Si no fuera por el sida, ¿nos daríamos cuenta de que el mundo está en peligro? Si no fuera por la muerte, ¿valoraríamos la vida? Si no fuera por el odio, ¿sabríamos que el objetivo último es el amor? Si cubriéramos los desfiladeros para protegerlos de los vendavales, jamás veríamos la belleza de sus formas.

 

Durante toda la vida se nos ofrecen pistas que nos recuerdan la dirección que debemos seguir. Si no prestamos atención, tomamos malas decisiones y acabamos con una vida desgraciada. Si ponemos atención aprendemos las lecciones y llevamos una vida plena y feliz, que incluye una buena muerte. El mayor regalo que nos ha hecho Dios es el libre albedrío, que coloca sobre nuestros hombros la responsabilidad de adoptar las mejores resoluciones posibles.

 

Creo que toda persona tiene un espíritu o ángel guardián. Ellos nos ayudan en la transición entre la vida y la muerte y también a elegir a nuestros padres antes de nacer.

 

La vida está dominada por el azar, lo único que hay que hacer es estar receptiva a su significado. El destino se parece mucho a la fe; ambas cosas exigen una ferviente confianza en la voluntad de Dios.

 

La única manera en que podemos encontrar la paz es dejar que el pasado sea el pasado.

 

La medicina tiene sus límites, realidad que no se enseña en la facultad. Otra realidad que no se enseña es que un corazón compasivo puede sanar casi todo. Ser buen médico no tiene nada que ver con anatomía, cirugía ni con recetar los medicamentos correctos. El mejor servicio que un médico puede prestar a un enfermo es ser una persona amable, atenta, cariñosa y sensible.

 

No es necesario tener un gurú ni un consejero para crecer. Los maestros se presentan en todas las formas y con toda clase de disfraces. Los niños, los enfermos terminales, una mujer de la limpieza. Todas las teorías y toda la ciencia del mundo no pueden ayudar a nadie tanto como un ser humano que no teme abrir su corazón a otro.

 

Vive de tal forma que al mirar hacia atrás no lamentes haber desperdiciado la existencia. Vive de tal forma que no lamentes las cosas que has hecho ni desees haber actuado de otra manera. Vive con sinceridad y plenamente. Vive.

 

Nada está garantizado en la vida, fuera de que todo el mundo tiene que enfrentarse a dificultades. Así es como aprendemos. Algunos se enfrentan a dificultades desde el instante en que nacen. Esas son las personas más especiales de todas, que necesitan el mayor cariño, atención y comprensión, y nos recuerdan que la única finalidad de la vida es el amor.

 

El mayor regalo que hizo Dios al hombre es el libre albedrío, la libertad de desarrollarnos, crecer y amar. Pero esta libertad exige responsabilidad, la responsabilidad de elegir lo correcto, lo mejor, lo más considerado y respetuoso, de tomar decisiones que beneficien al mundo, que mejoren la humanidad. «¿Qué servicio has prestado?» Ésa era la pregunta más difícil de contestar; les exigía repasar las elecciones y decisiones que habían tomado en la vida para ver si habían sido las mejores. Ahí descubrían si habían aprendido o no las lecciones que debían aprender, de las cuales la principal y definitiva es el amor incondicional.

 

Toda persona pasa por dificultades en su vida. Algunas son grandes y otras no parecen tan importantes. Aunque el desenvolvimiento de la vida es cronológico, las lecciones nos llegan cuando las necesitamos. Pero son las lecciones que hemos de aprender. Eso lo hacemos eligiendo. Yo digo que para llevar una buena vida y así tener una buena muerte, hemos de tomar nuestras decisiones teniendo por objetivo el amor incondicional.

 

Es imposible vivir plenamente la vida si no nos hemos liberado de la negatividad, si no hemos concluido los asuntos pendientes.

 

En todo momento debemos escoger entre varias posibilidades, en lo que decimos, hacemos y pensamos, y todas las elecciones son terriblemente importantes. Cada una afecta a todas las formas de vida del planeta.

La muerte no es algo que haya que temer. De hecho, puede ser la experiencia más increíble de la vida. Sólo depende de cómo se vive la vida en el presente. Y lo único que importa es el amor. En el interior de cada uno de nosotros hay una capacidad inimaginable para la bondad, para dar sin buscar recompensa, para escuchar sin hacer juicios, para amar sin condiciones.

 

Las familias deberían celebrar mientras todos están vivos. Tal vez las futuras generaciones celebrarán el que alguien pase al otro lado y no se lamentarán de un modo tan absurdo ante la muerte. En todo caso, la gente debería llorar cuando alguien nace, porque eso significa tener que comenzar de nuevo toda la tontería de vivir.

 

Si consideramos que todos los seres vivos son dones de Dios, creados para nuestro placer y disfrute, para que los amemos y respetemos, y cuidamos de nosotros mismos con el mismo cariño, el futuro no será algo que haya que temer, sino apreciar.

 

Nuestro hoy depende de nuestro ayer, y nuestro mañana depende de nuestro hoy. ¿Te has amado hoy? ¿Has admirado y agradecido a las flores, apreciado los pájaros y contemplado las montañas, invadida por un sentimiento de reverencia y respeto?

 

Ciertamente había días en que sentía mi edad, cuando el cuerpo dolorido me recordaba que no debería ser tan impaciente. Pero cuando planteaba los grandes interrogantes de la vida en mis seminarios me sentía tan joven, tan llena de vitalidad y esperanza, como cuando, cuarenta años atrás, hice mi primera visita domiciliaria como médica rural. La mejor medicina es la medicina más simple.

 

Aprendamos todos a amarnos y perdonarnos, a tener compasión y comprensión con nosotros mismos. Entonces seremos capaces de regalar eso mismo a los demás. Sanando a una persona podemos sanar a la Madre Tierra.

 

Simplemente dije sí al dolor y éste desapareció. En el río de lágrimas haz del tiempo tu amigo.

En la vida después de la muerte, todos escuchan la misma pregunta: «¿Cuánto servicio has prestado? ¿Has hecho algo para ayudar?» Si esperamos hasta entonces para contestar, será demasiado tarde. Nuestra única finalidad en la vida es crecer espiritualmente. La casualidad no existe.

 

Mi único deseo ha sido abandonar mi cuerpo, como una mariposa que se desprende de su capullo, y fundirme por fin con la gran luz. Mis guías me han reiterado la importancia de hacer del tiempo mi amigo. Sé que el día que acabe mi vida en esta forma, en este cuerpo, será el día en que haya aprendido este tipo de aceptación.

 

Como mis ojos han visto el futuro siento una gran compasión por las personas que quedan aquí. No hay que tener miedo; no hay ningún motivo para tenerlo si recordamos que la muerte no existe. En lugar de tener miedo, conozcámonos a nosotros mismos y consideremos la vida un desafío en el cual las decisiones más difíciles son las que más nos exigen, las que nos harán actuar con rectitud y nos aportarán las fuerzas y el conocimiento de Él, el Ser Supremo.

        

Cuando estoy en la transición de este mundo al otro, sé que el cielo o el infierno están determinados por la forma como vivimos la vida en el presente. La única finalidad de la vida es crecer. La lección última es aprender a amar y a ser amados incondicionalmente. Cada día hay una persona más que clama pidiendo comprensión y compasión. Escuche esas llamadas, óigalas como si fueran una hermosa música. Le aseguro que las mayores satisfacciones en la vida provienen de abrir el corazón a las personas necesitadas. La mayor felicidad consiste en ayudar a los demás.

 

Todas las personas procedemos de la misma fuente y regresamos a esa misma fuente. Todas las penurias que se sufren en la vida, todas las tribulaciones y pesadillas, todas las cosas que podríamos considerar castigos de Dios, son en realidad regalos. Son la oportunidad para crecer, que es la única finalidad de la vida. No se puede sanar al mundo sin sanarse primero a sí mismo.

 

Si estamos dispuestos para las experiencias espirituales y no tenemos miedo, las tendremos, sin necesidad de un gurú o un maestro que nos diga cómo hacerlo.

           

Cuando nacimos de la fuente a la que yo llamo Dios, fuimos dotados de una faceta de la divinidad; eso es lo que nos da el conocimiento de nuestra inmortalidad. Debemos vivir hasta morir. Nadie muere solo. Todos somos amados con un amor que trasciende la comprensión.

 

Todos somos bendecidos y guiados. Es importante que hagamos solamente aquello que nos gusta hacer. Podemos ser pobres, podemos pasar hambre, podemos vivir en una casa destartalada, pero vamos a vivir plenamente. Y al final de nuestros días vamos a bendecir nuestra vida porque hemos hecho lo que vinimos a hacer.

 

Morir no es algo que haya que temer; puede ser la experiencia más maravillosa de la vida. Todo depende de cómo hemos vivido. La muerte es sólo una transición de esta vida a otra existencia en la cual ya no hay dolor ni angustias. Todo es soportable cuando hay amor. Mi deseo es que usted trate de dar más amor a más personas. Lo único que vive eternamente es el amor.

 

Elisabeth Kübler-Ross

 

 

 

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