ISABELL ZACHERT: SI DIOS DECIDE HACER UN MILAGRO CONMIGO

 

 

 

 

Isabell Zachert

 

 

 

Ojalá encuentre los reconfortantes manantiales de la memoria y no el desconsolador valle de las lágrimas… ¿No podría librarte, mi querida Isabell, de este horrible destino? La esperanza en un milagro me sostenía. Es tan difícil ver sufrir a una persona querida. En algún momento, te dejamos sola con los médicos pero el valor es un don que no se puede comprar ni decretar. El valor es algo que tiene que crecer en uno mismo.

 

Nos dimos cuenta rápidamente de lo importante que era que estuviéramos cerca de ti durante el tratamiento; de cuanto contribuíamos así a su éxito. Con nuestra presencia, intentaríamos aliviar tu miedo y, si era posible, dirigir tus pensamientos mediante la conversación a cosas bonitas y esperanzadoras. Cuando existía la posibilidad de darte una alegría, intentábamos cualquier cosa para dártela.

 

Nunca en mi vida había sido tan consciente del valor de una familia grande ni de la gran importancia de los amigos. Pero esas amistades hay que haberlas cultivado y construido con anterioridad. En una situación tan difícil, el valor de cada amigo se reconoce claramente y en cosa de segundos, como en un flash.

 

El 18 Diciembre 1981 me permitieron llevarte a casa. Las condiciones de las carreteras e incluso las autopistas eran caóticas a causa de la nieve. Llegamos tres horas más tarde de lo acordado. Tú estabas muy enfadada, eran tres horas de lo que te quedaba de vida, tres horas de tu valiosísimo tiempo, el tiempo en libertad y sin dolor, el tiempo con la mayor calidad de vida. Intentamos sacar el mayor partido posible de cada día. También era preciso que volvieras a gustarte. Mirarte al espejo era algo tremendo para ti.

 

Uno de los últimos días previos a la tercera fase de tratamiento nos fuimos de compras al centro. Tú te lo pasaste en grande; compramos pequeñas cosas, aquí una bonita caja para el té, allí un pequeño anillo de plata, más allá una bolsa de playa para el verano. Nada que fuera estrictamente necesario; pequeños lujos insignificantes. Pero para ti aquel anillo era como el collar de perlas que soñabas recibir algún día cuando fueras mujer; la bonita pequeña caja de té formaba parte de tu dote y la bolsa de playa te transportó a un sueño en el Caribe.

 

Los penosos días del tratamiento se podían compensar con los días de vida sin dolor y en libertad. Y cada día que merecía ser vivido aumentaba la disposición a tolerar la siguiente fase del tratamiento. Durante aquel tratamiento te sentías a menudo deprimida y desesperanzada. Te agobiaba mucho el que la vida de todos estuviera tan afectada por tu enfermedad. Recuerdo con claridad una conversación: tú hablabas de que, con tu enfermedad, eras una carga para todos. Yo intenté explicarte que no lo veía como una carga, sino como una oportunidad de llegar a una relación muy intensa con mi hija. Mi vida nunca había tenido un sentido tan profundo. Tan sólo con mi presencia podía quitarle el miedo a una persona o al menos reducirlo.

 

Aprendí que se puede vivir con el pensamiento de la muerte. A un paciente grave no se le hace ningún favor reprimiendo este tipo de pensamientos. Toda persona adquiere una disposición distinta ante la lucha cuando conoce la gravedad y la inapelabilidad de la misma. Cuando llega el final, hay que dejar libre a la persona que quieres para que pueda morir en paz.

 

Yo sabía que tenía que aprovechar todos los minutos contigo. Que la satisfacción de nuestro destino no se hallaba en la prolongación temporal de tu vida, sino en la bondad e intensidad con que aprovecháramos ese trozo de vida que Dios nos había regalado.

 

El 15 Febrero 1982 nos permitieron llevarte otra vez a casa. Teníamos cuatro semanas de pausa. Te sentías muy feliz y te encontrabas muy bien. Tú también abrigabas la esperanza de que en pocos meses habrías superado la enfermedad. Te preocupaba cómo podrías recuperar todo el tiempo que habías faltado a la escuela. Te preparaste tu propio plan para cada día, y tú misma reconocías que de esta manera rendías mucho más que si hubieras dejado pasar los días sin ninguna planificación.

 

Por nuestra parte intentamos apoyar tus planes, y le pedimos a Peter Maier, un estudiante del último curso del Instituto Amos, que te diera una o dos horas de clase al día. Tú eras quien determinaba la velocidad y la duración de las clases. Para ti eran también muy importantes aquellos objetivos que tú misma te fijabas. De algún modo eran una expresión de tu creencia en un futuro.

 

A finales de mayo papá y yo conocimos a un matrimonio canadiense, tenían dos hijos: Theresa y Jan. Conocer a esta familia fue un regalo para nosotros. Todos ellos se esforzaban por aportar alegría y esperanza a nuestras vidas. Estaban impregnados de una profunda fe y una natural alegría de vivir. Lo primero que quisieron enseñarnos fue a jugar al bingo. Jan estaba sentado frente a ti. Tenía muchas cosas interesantes que contarte. Tenía tres años más que tú y parecía muy seguro y decidido. Para ti era una experiencia nueva.

 

El destino quiso que tú ganaras el bingo. Tuviste que salir al escenario, y todos los que te conocían se alegraron mucho por ti; luego no regresaste con nosotros. Jan no estaba tampoco. Después de un rato, tu hermano Christian salió a buscarte y volvió completamente excitado diciendo que estabais juntos paseando por el parque. Para ti comenzó una época maravillosa. Os habíais enamorado. Jan venía a verte a casa casi todos los días e iba a tu habitación; aquellas horas eran para ti las mejores.

 

Christian no podía soportar que la puerta estuviera cerrada. Encontraba siempre una excusa para entrar. Una vez salió de allí completamente estupefacto diciendo que Jan te estaba besando. ¡Qué alegría me llevé! Christian lo veía de un modo completamente distinto. El instinto de protección del hermano mayor se había despertado, cuando se ponía demasiado curioso y celoso, yo tomaba una silla y me sentaba como un cancerbero delante de tu puerta. Aquellas visitas eran para ti las horas más bonitas del día.

 

Fueron los contactos humanos lo que más movilizaba tu ánimo de lucha. Jan iba a verte a Colonia o te llamaba por teléfono. Pensar en él liberaba en ti una inmensa fuerza de resistencia. Él te dio la idea de que los dolores se podían «colgar en el armario», algo así como separarlos del cuerpo, cuando se piensa en otra cosa. De esta manera no se sentiría ningún dolor. Tenías razón: cuando pensabas en él no pensabas en tus dolores.

 

El 20 Junio 1982 comenzaron de nuevo con tu tratamiento. Los dolores remitían día tras día. Durante uno de aquellos días comentaste lo agradecida que estabas a Dios de que hiciera que tu cuerpo reaccionase con dolor; así podías saber siempre cuándo el tumor volvía otra vez a crecer. Nunca habías oído ni leído nada acerca del pensamiento positivo, pero ¡qué persona tan positiva eras! Tenías un gran problema: ¿podrías besar a Jan cuando viniera a visitarte? Yo no lo sabía, así que te propuse que se lo preguntaras al profesor Jäger. Él dijo que mal se podía besar con la mascarilla puesta. Más valdría que tu amigo procurara no resfriarse.

 

En agosto, podríamos irnos de vacaciones. Queríamos llevar con nosotros a Jan a una casita de veraneo en las montañas de Eifel. El lunes por la tarde vino Jan de nuevo a verte. Le pedimos que entrara un momento a hablar con nosotros. Tú te sentiste desilusionada porque no fue inmediatamente a verte a ti. Él se alegró mucho y fue a tu habitación para contarte que quería venir con nosotros.

 

No habían pasado ni veinte minutos, pero la desilusión de que Jan no entrara inmediatamente a verte había sido demasiado grande. Tu estado de ánimo estaba por los suelos y no conseguiste levantarlo. Se trataba de los temidos cambios de humor que se presentaban durante el tratamiento. Jan estaba allí contigo sin saber qué hacer y no consiguió animarte. Creo que aquella tarde comprendió por primera vez lo enferma que estabas y se sintió profundamente asustado.

 

A partir de aquel día sus visitas se hicieron más raras, vuestras charlas menos intensas. Cuando se marchaba y tú le preguntabas cuándo volvería, sus respuestas comenzaban cada vez de forma más vaga e imprecisa. La «marcha atrás» de Jan había comenzado. Para ti fue doloroso aceptarlo. Una vez me dijiste que era una pena que Jan no viniese, pero no querías entregarte a falsas ilusiones sólo a cambio de un sentimiento bonito.

 

Las muchas cartas que recibías fueron de gran ayuda para soportar tu enfermedad. No sólo aquellas cartas de profundo contenido que incitaban a la reflexión, también las que sólo se limitaban a relatar y a divertir. La señora Bell y la señora Niefindt, te enviaron cartas de muchas páginas con relatos, anécdotas y pequeñas historias de la rutina escolar o de su vida diaria. Esto no sólo te servía de distracción, también impedía que se rompiera el contacto entre tú y tu vida anterior. Además, cuando estabas mejor, tenías siempre algo que hacer: contestar aquellas cartas. Y mientras una persona tiene una obligación, se sigue sintiendo útil, cosa que tú siempre querías ser.

 

Un día, el doctor Töbellius  me paró en el pasillo para hablar conmigo. Me dijo que cuatro días después de que terminara tu tratamiento se iría un mes de vacaciones. Se trataba de un viaje a un país lejano que no podía aplazar. En aquella ocasión me dijo también que nunca hasta entonces se había sentido tan cerca de una paciente joven y que le resultaba difícil tener que irse al cabo de tan pocos días. Tú, sin embargo, lo aceptaste con resignación. Creías que se merecía unas vacaciones.

 

Durante aquellos días, el doctor Kern me preguntó una vez, estando a solas en la sala de médicos, cómo me las arreglaba, cómo soportábamos todo esto. Le confesé que desde hacía más de veinte años, desde la muerte de mi padre, padecía una especie de fobia hacia las enfermedades tumorales. Cada día me dolía algo distinto, y no me atrevía a hablar de ello con nadie, ni siquiera con papá. Prácticamente no había ninguna situación que, en mi miedo, no me hubiera ya figurado e imaginado. Claro que en mis miedos la enferma tumoral era siempre yo. Desde hacía un año, desde que el destino te había golpeado a ti, había perdido el miedo. Ahora eras tú quien me necesitaba; ya tendría luego tiempo para llorar.

 

Cada vez hablabas más a menudo de Töbi. Tus pensamientos giraban en torno a él, aunque estaba muy lejos, en el remoto Tíbet. Muy a menudo decías que te habría gustado tener un hombre así. El único problema que tendrías con él sería que habría tenido que renunciar a sus escaladas de alta montaña, porque tú, aun en caso de que te curaras totalmente, no habrías podido acompañarle. Yo te dije que no podías pretender eso, o bien ibas con él o bien le dejaras ir solo. Me contestaste que durante ese tiempo irías a vernos.

 

El 12 Noviembre 1982 me hablaste de tu gran deseo de escribirle una carta a Töbi. ¿Por qué no ibas a poder hacerlo? Me dijiste que tú lo amabas y que si no te morías, te gustaría casarte con él. Antes de marcharse al Tíbet me dijo que el también te quería mucho. Me dijiste que tendría que esperar a que cumplieras veinticinco años; primero tenias que estudiar. La noche siguiente comenzaste a escribirle una carta.

 

Nos pediste que nos mantuviéramos fuertemente unidos, que la familia no se desmembrara, que amáramos a nuestros hijos tanto como te amábamos a ti y que cuidáramos a la abuela. Habíamos llamado también a Matthias, a Christian y a la abuela. Sacaste la carta para Töbi y le añadiste algo. Luego la cerraste y nos pediste que se la diéramos al doctor Töbellius, junto a una rosa que tú habías dibujado.

 

Tú nos amparabas y estábamos como hechizados por tu fuerza. Durante los días siguientes a tu fallecimiento, dimos consuelo a mucha gente. Tú veías tu muerte como un nuevo comienzo, como una muerte sublime, como un galardón. Los amigos que vinieron para consolarnos volvieron a casa dichosos y enriquecidos después de que les contáramos cómo habías aceptado sin reservas tu destino, que te despediste de la vida reconciliada con ella.

 

El que te fuera posible llegar a semejante nivel de madurez y a una despedida así dependió de una decisión básica, la de no ocultarte nunca la verdad, de una consonancia entre los médicos, tú y nosotros, de que te comunicáramos todos los resultados y de que mantuviéramos, dentro de lo posible, las conversaciones con los médicos en tu presencia. De esta manera pudiste confiarnos tus pensamientos, miedos y esperanzas. Ésta fue la condición básica para que lograras, en el transcurso de la enfermedad, llegar a un nivel de madurez que te hizo posible aceptar tu muerte. Esto ejerció sobre muchas personas una gran fascinación.

 

Aparte del hecho que de físicamente ya no estabas con nosotros, no teníamos ninguna razón para estar tristes. Esa protección y ese hechizo fueron especialmente fuertes durante los primeros días. Nos sentíamos orgullosos de haber tenido una hija y una hermana así. Tú habías asumido tu destino, habías vivido tu vida aunque fuera a la una velocidad de vértigo.

 

Teníamos que agradecerte que nos fuera posible vivir ese tiempo de manera tan intensa, sin sentirnos tan sólo víctimas. Para nosotros aquélla fue una experiencia muy vinculante y la más decisiva de nuestra vida. En tu vida aceptaste lo inevitable; intentaste controlar personalmente todo lo demás e influir en ello de manera positiva.

 

El pequeño ataúd verde oscuro que contenía tus restos, lo habíamos mandado decorar con las últimas rosas salvajes blancas en forma de cruz. Aquél fue el último deseo que pudimos otorgarte. Fue una gran despedida. También vino Jan desde Canadá. Él tardó años en superar el hecho de que no tuviera oportunidad de despedirse de ti en vida.

 

El amor de nuestros hijos y nuestros amigos nos mantuvo a flote. Papá y yo volvimos a encontrarnos a nosotros mismos y también uno al otro. Durante todo el tiempo habíamos vivido en una relación contigo. Ahora teníamos que comprender que era posible y necesario reorientarnos el uno hacia el otro. También hacia Matthias y Christian. Habíamos perdido a nuestra hija en esta vida terrenal, pero aún teníamos a nuestros dos maravillosos hijos. Tú querías que después de tu muerte siguiéramos siendo una familia alegre y feliz. Bueno, pues lo has conseguido; lo somos. Y, como lo somos, recorremos también con éxito nuestros respectivos caminos.

 

Tu vida y tu dolor tuvieron un profundo sentido. No moriste en vano. Eres un ejemplo para todos los que te conocieron en vida, y ahora serás un ejemplo para muchas personas. El problema de la muerte es una cuestión que preocupa a todos los seres humanos durante su vida. El miedo a tomar una postura frente a ella es enorme. Tú ayudarás a muchas personas a ello, para mí, personalmente tu ejemplo es la norma en la que se basa el resto de mi vida.

 

Hace diez años nos precediste en la partida hacia tu paraíso. Y tenías razón: no te hemos perdido. ¡Cómo nos amparaste y protegiste con tu confianza y tu fuerza!

 

Christel Zachert

 

 

 

Christel Zachert

 

 

 

¡Mi querido padre! A veces me asombra ser merecedora de tanto amor. Este tipo de situaciones son importantes. De vez en cuando tienen que romper la monotonía para mostrarnos a todos cuánto nos queremos en realidad y que sólo las pequeñeces de cada día encubren ese gran amor que hay entre nosotros.

 

El año que termina parece haber traído mucha mala suerte, pero, por más terrible que haya sido, no quisiera prescindir de él, porque he tenido muchas conversaciones maravillosas con mis padres y porque ahora me conformo con menos y me siento feliz mucho más rápidamente; ahora es cuando me he dado cuenta de lo feliz que se puede ser cuando se está sana.

 

Me siento muy feliz de poder pasar la Navidad en casa. Ya os escribí que me iba a dejar el pelo corto, pero creo que no va a poder ser. Casi todo el pelo se ha ido por su cuenta y se me ha caído, y lo poco que me que queda me lo voy a cortar yo misma esta tarde. Es mi única oportunidad de cortarme yo sola el pelo, porque ya no hay peligro de que me quede mal.

 

¡Mi querida y única Carolina! ¿Tú crees que le gusto un poco a Axel? A mí él me gusta bastante. No se lo cuentes a nadie. Seguro que te parece una tontería, pero yo siento una tremenda necesidad de sentirme un poco querida. Mis padres son muy cariñosos conmigo, y tú, y mis hermanos, tu familia, pero que te quiera un chico es una cosa completamente distinta.

 

He tenido una recaída bastante dolorosa, ya que el tumor oprime los nervios. Por suerte, hace tres días que me han empezado a aplicar el tratamiento, lo cual me calma el dolor, aunque me provoca sensaciones muy desagradables. Lo que más me ayuda es el apoyo de mis padres y de un chico canadiense al que he conocido hace poco. Pero es tan atento y comprensivo que apenas puedo creer que hace sólo una semana que lo conozco.

 

Desde hace dos semanas tengo «algo parecido a un novio». Digo «algo parecido», porque no es una amistad en circunstancias normales. Es algo que me hace muy feliz. Hasta ahora había pensado que nunca llegaría a saber lo que es algo tan bonito como una amistad con un chico, porque tenía muchas reservas por lo de mi pelo y porque no soy una persona demasiado fácil de tratar. Pero con él me entiendo muy bien, a pesar de lo del pelo. Hablamos mucho y él me ayuda mucho a superar mis a menudo desagradables pensamientos con relación con mi enfermedad. Es canadiense y hablamos en inglés. Es muy divertido. Creo que estoy aprendiendo mucho. Lo que por otra parte es un rollo, es que en Septiembre Jan volverá a estudiar a Canadá.

 

¡Querido Jan! La tarde ayer fue maravillosa. Me ha dado mucha fuerza. Me siento muy excitada cuando me besas. Es una sensación muy bonita. No te puedes imaginar lo bonita que es la sensación de saber que me quieres tal como soy. Ya sabes que estoy enferma, pero sólo por algún tiempo. Cuando tengo que quedarme en la cama, necesito cosas bonitas en que pensar.

 

Si al menos el camino hasta la muerte fuera una época agradable, sin dolor, de la que pudiera disfrutar a gusto con todos mis seres queridos, entonces sería más sencillo dejar de existir. Pero sé que la muerte sólo agudiza el dolor, y por eso me sigo atormentando con más y más tratamientos, con la esperanza de que todo mejore, hasta que igualmente me muera. El miedo a la muerte es algo horrible. Tenía miedo, demasiado miedo.

 

Al doctor Töbellius lo quiero muchísimo. Creo que él a mí también. Hoy ya se ha despedido de mí por tercera vez. Se va al Tíbet, a escalar montañas. A mamá le ha dicho que nunca había tenido una relación tan estrecha con una paciente joven. Mamá y yo estuvimos ayer por la tarde charlando un largo rato, y ella pensaba que yo, con veinticinco años, seguro que sería una compañera muy adecuada para él. Me gustaría mucho casarme con él. La sola idea me hace feliz. Además nos entendemos de maravilla. Hoy es el primer día de vacaciones de Töbi. Me da mucha pena, porque no voy a verlo durante mucho tiempo.

 

Tengo remordimientos respecto a mi madre, porque no la dejo dormir. Mis queridos padres, os doy miles de gracias por cuidarme con tanta dedicación. Os quiero infinitamente, y siempre estaré con vosotros. En este momento me siento muy melancólica. Es una sensación que no sé si me gusta o no. En el fondo estoy tremendamente cansada y casi se me cierran los ojos, pero si me tumbo para dormir, no lo consigo. Me resulta imposible imaginarme que pronto ya no estaré aquí.

 

Yo quería disfrutar a tope de mi vida: coquetear un poco con chicos y con hombres, descubrir el amor y casarme algún día. Me habría gustado mucho casarme con Töbi. Me gustaría mucho seguir viviendo, pero no creo que vaya a salvarme un milagro. Estoy demasiado cansada. Voy a dejarlo y a rezar a Dios para que me deje dormir dulcemente y me propicie un sueño agradable. Por favor, Dios mío, hazme ese favor.

 

Me habría gustado mucho volver a ver al doctor Töbellius porque con él me siento protegida y porque nos entendemos muy bien sin palabras. Todavía me queda un deseo en esta vida: quisiera volver a ver a Töbi, que me abrazara y consolara Tenía una sonrisa tan bonita. He sido demasiado pretenciosa y había planificado ya toda su vida. Le llamaba Töbi. ¿Le habría parecido bien? Pero, bueno, no es un Töbi cualquiera, ¡es mi Töbi!

 

Le dije a papá que desde mi paraíso podría verlo todo y que siempre estaría con ellos en el pensamiento. Nos prometimos que cada noche, a eso de las diez, pensaríamos uno en el otro y nos sentiríamos unidos. Le expliqué que podría vivir la época de la pena por mi muerte como una nueva etapa muy dichosa junto a su amada esposa. Cuando dos personas pierden juntas el producto de su amor, el dolor sólo puede unirlas aún más una a la otra.

 

¡Mi querido doctor Töbellius! Siento la necesidad impetuosa de confiarle mis sentimientos más íntimos y, como sé que ahora ya no puedo importunarle con ellos, lo voy a hacer muy sinceramente. Cuando todavía le veía diariamente, aquéllos eran los minutos más bonitos del día. Por las noches soñaba a menudo con lo bonito que sería si usted sintiera la misma atracción por mí que yo por usted.

 

Pero en mis ensoñaciones siempre he imaginado que cuando me cure usted podría convertirse en una amigo de la familia y que, con el paso de los años, yo le interesaría cada vez más, hasta que llegara el momento en que estuviera a su nivel. Esto era un bonito sueño. Ya sé que es demasiado aventurado. Por eso nunca me atreví a tocar con la mano la pompa de jabón que rodea a este sueño, por miedo a romperla.

 

A menudo siento el deseo de acurrucarme junto a usted y soñar que usted me sostiene y me da fuerzas. Le he hecho un dibujo que representa una rosa con un minúsculo capullo. La rosa grande, preciosa y rebosante de fuerza, es usted, yo soy el pequeño capullo que busca protección en usted.

 

En caso de que yo muera, lo cual es muy probable, pero tampoco absolutamente obligatorio, lo único que habré echado de menos en esta vida es haber querido a un hombre y haberme casado con él. No sé si a usted le agrada este pensamiento, pero con usted podría imaginarme un matrimonio maravilloso. Por favor, disculpe mi franqueza, pero a mí me alivia en gran medida poder hacerle partícipe de mis sentimientos más íntimos, sin importunarle con ellos.

 

No tengo miedo a la muerte y en estos días me he sentido más feliz que nunca. Muchos están sorprendidos, porque al parecer otras personas se sienten angustiadas y atemorizadas, pero yo creo en una vida después de la muerte, que será exactamente como yo la deseo, y allí podré conocer el amor de un hombre; también estoy dispuesta a esperarle y a escuchar sus sentimientos.

 

Yo creo en los milagros. ¿Por qué no va a ser posible que el tumor se dé por vencido a la vista de mi voluntad de vivir? Ya no estoy demasiado dispuesta a soportar la tortura que supone el tratamiento, puesto que las posibilidades de curación que ofrece son muy pequeñas. O bien Dios me deja vivir sin tratamiento o me deja morir a pesar del tratamiento.

 

Tengo la decidida voluntad de vivir, pero no le temo demasiado a la muerte. En caso de que éstos vayan a ser mis últimos días, habrán sido con toda seguridad los más felices. Muy a menudo me he preguntado por qué un hombre tan simpático y excepcional como usted no tiene pareja, pero seguramente la vida hospitalaria le llena de forma tan satisfactoria que no necesita ninguna. Eso me ha puesto en realidad un poco triste, porque entonces tampoco me necesitará a mí.

 

Si mi deseo de volver a verle se hiciera realidad, sería algo maravilloso. Así no se producirían malentendidos y yo me sentiría arropada con su cercanía. Me gustaría acurrucarme toda junta a usted y estar los dos a solas. Me haría profundamente feliz que en el momento de la muerte sostuviera mi mano. Le rezo a Dios para que no malinterprete mi carta y no se sienta acosado y me considere ahora una estúpida.

 

Pero le veo tan joven que creo que tendrá la tolerancia suficiente para con mis sentimientos. En este momento me siento muy fuerte y no tengo ningún dolor. Considero mi enfermedad y mi peligro de morir como un regalo de Dios. Le doy ánimos a muchas personas y con mi carácter alegre quizá le quite el miedo a la muerte. ¡Cuánto me habría gustado verle otra vez! Nos volveremos a encontrar en mi paraíso.

 

Matthias, ¡derriba los muros! Y, si no puedes derribarlos, al menos haz un agujero e intenta agrandarlo. Christian, cuídate. Y, cuando tengas la primera cita amorosa, me sentaré encima de tu hombro y te susurraré al oído lo que tienes que decir y hacer. ¡Papá, siéntete orgulloso de tus hijos! Mamá, tú has sido mi mejor amiga. Vosotros cuatro vais a tener una vida maravillosa; yo me ocuparé de ello. Y, si alguna vez tenéis problemas, coquetearé un poquito con Dios.

 

Me voy dichosa a mi paraíso. Me vuelvo ligera y transparente, pero aún puedo veros. Papá, a la diez de la noche tenemos una cita, no lo olvides. Me habría gustado mucho ver a Jan y a Töbi. A Jan le quiero más de lo que pensaba. Me siento cansada y feliz. Preferiría quedarme con vosotros. Voy a encontrarme con el abuelo. Mamá, ¿me reconocerán tus padres? Ellos no me han visto nunca. Siempre estaré con vosotros, aunque no volváis a verme. Sobre todo siempre que celebréis una fiesta y seáis felices.

 

Isabell Zachert (03/03/1966 - 17/11/1982)

 

 

 

Christel Zachert con la foto de Isabell Zachert

 

 

 

 

En medio de la noche me preguntaste:

-Mamá, si Dios decide hacer un milagro conmigo y me pongo buena otra vez y cumplo veinticinco años, ¿tendría entonces que casarme con Töbi, aunque hubiera decidido otra cosa?.

-Querida hija, no te preocupes ahora por eso. Por lo que conozco a Töbi, creo que tiene un gran corazón y que también eso lo entendería.

 

Christel Zachert - Isabell Zachert

 

 

 

Página Principal   Personajes inspiradores