ELISABETH KÜBLER-ROSS: UN LATIDO DEL TIEMPO

Elizabeth Kubler Ross

Elisabeth Kübler-Ross nació el 08 Julio 1926 en Zurich, Suiza, en un parto de trillizas. El nacimiento fue un tanto dramático pues sus padres tenían ya un chico de 6 años. Tanto Elisabeth como su hermana gemela Erika no fueron deseadas ya que los padres querían una hermosa niña rubia con rizos y eso lo sería Eva, la tercera.

                      

En el parvulario, tuvieron una profesora que las quería mucho. Era, además, la única persona que distinguía quién era Erika, quién Elisabeth y quién Eva. Los demás las llamaban «las trillizas», siempre sin nombre.

 

Una noche se llevó de urgencia al hospital a Elisabeth con fiebre altísima. El diagnóstico: neumonía aguda. Pasó largas semanas en una sala acristalada, aislada del mundo, y sólo podía ver a sus padres a través de los cristales, experiencia que jamás olvidó. La recuperación fue lenta, en casa, observando el paisaje otra vez a través de los cristales. De esta experiencia surge su vocación de estudiar la vida, estudiar la naturaleza humana y, más que nada en el mundo, su deseo de ser médico.

 

Elizabeth Kubler Ross

 

Algún tiempo después, en una casa del vecindario un campesino sufrió un accidente grave. Cayó de un árbol y quedó paralizado muriendo poco después. Elisabeth conoció entonces por primera vez la muerte. Su padre les dijo:

 

-Tenemos que ir a visitar al señor Haab, nunca más se levantará.

 

Se vistieron con el traje del domingo. Eva y Erika se quedaron ante la puerta llenas de respeto y no sabiendo qué cosa decir. Elisabeth se fue directo a él y le preguntó. Ella quería saber cómo se sentía y muy concretamente le planteó la pregunta. Hans Haab, que era muy reservado para con su familia, no quería dejarles saber a ellos lo deprimido que estaba. Así, pudo hablar como un adulto con ella, aunque Elisabeth tenía sólo ocho años.

 

Elizabeth Kubler Ross y familia

 

Elisabeth era sencillamente rebelde. Si alguien hacía daño a Erika o Eva, ella era la que devolvía. Se defendía bien. Una vez un cura pegó a sus dos hermanas, lo hizo bien fuerte. Elisabeth le tiró el libro de cantos a la cabeza diciéndole:

 

-Un cura no debe usar la fuerza, eso es incompatible con la religión.

 

Se armó el escándalo. Su padre tuvo que ir al colegio. Él era increíblemente estricto, bastaba una mirada y las hijas obedecían. Las sacó del colegio a las tres. No castigó a Elisabeth. Se dio cuenta que tenía razón.

 

Elizabeth Kubler Ross y familia

 

A los 19 años y ante la tragedia humanitaria provocada por la Segunda Guerra Mundial y poco después de acabar la misma, Elisabeth quiere ayudar y se ofrece como voluntaria para reconstruir en Francia el pueblo de Ecurcey destruido casi totalmente.

 

Luego fue en autostop y a pie otras veces con «Servicio Internacional» a Polonia y tuvo la inmensa bendición de ver Maydanek, un campo de concentración donde murieron 960.000 niños. Cuando vio el campo de concentración, cuando el olor de la cámara de gas aún perduraba, cuando vio los vagones llenos de zapatos de niños asesinados y vagones llenos de cabellos de mujer, esta experiencia nunca en la vida la abandonaría.

 

Ella comienza a hacerse preguntas como para qué estudiar medicina. Igualmente se pregunta cómo un hombre y una mujer pueden matar miles de niños inocentes y el mismo día al llegar a su casa y preocuparse por la rubéola de su hijo. A partir de este momento nada la pararía, ni la prohibición de su padre impidió que estudiara medicina. Se vio forzada por ello a abandonar la casa familiar. Se mudó a una buhardilla cerca del lago de Zurich.

 

Elizabeth Kubler Ross

 

 Durante el día trabaja como ayudante en un laboratorio de la Clínica Universitaria. Por las noches, en su mesa, estudió su ideal: medicina. Se licenció en Medicina en la Universidad de Zurich en 1957 y se graduó en psiquiatría en la Universidad de Colorado en 1963. 

 

Mientras estudiaba medicina conoció al apuesto Emanuel Ross, médico americano quien rápidamente se ganó el cariño de los padres de Elisabeth. En 1958 se casaron y la joven pareja marchó hacia Nueva York. 

 

Elizabeth Kubler Ross y Emanuel Ross

 

Durante el primer año los dos trabajaron juntos como internos en el mismo hospital. Apenas les llegaba para pagar el alquiler. Los primeros años en América fueron difíciles. Se le ofreció un trabajo en pediatría al que tuvo que renunciar pues estaba embarazada.

 

Necesitada como estaba por ganar un sueldo, aceptó un trabajo en el departamento de psiquiatría del Hospital del Estado de Manhattan. Sufrió un aborto después.

 

Al año siguiente tuvo que abandonar el puesto de pediatría por segunda vez al aparecer otro embarazo que perdería más tarde. Finalmente, en el verano de 1960 pudo abrazar a su precioso hijo Kenneth.

 

Elizabeth Kubler Ross su esposo e hijo

 

 

Poco tiempo después llegó la noticia de que su padre estaba muriendo. Toma el avión hacia Zurich con su bebé, saca al anciano padre del hospital para llevarlo a casa donde lo cuidará hasta la muerte. Tres años más tarde nacería su hija Barbara.

 

En el verano de 1965, la familia se traslada a Chicago. Elisabeth encontró trabajo en el importante y renombrado Hospital Billings. Fue asistenta al catedrático de psiquiatría. Es aquí donde descubrió el campo de acción que no abandonó jamás: el acompañamiento de los enfermos terminales y lo concerniente a la muerte.

 

Trabajó como médico en una clínica universitaria y se dio cuenta de que los que estaban en proceso de morir estaban terriblemente solos. Sabían que iban a morir y realmente necesitaban hablar de ello con alguien. Es así­ como empezó a hablar con ellos dándose cuenta que no es tan triste como cree la mayoría de la gente.

 

Estaba convencida que la experiencia en el parvulario con la profesora que las llamaba por sus nombres a ella y sus hermanas en lugar de «las trillizas» fue lo que la animó a trabajar con seres que tampoco tenían identidad.

 

 Trabajó mucho con niños difíciles y ciegos, a los que sólo se les mencionaba como «la hidrocefalia del número 15» o «el cáncer de páncreas» de la sala tal o cual. Ella siempre supo que «el cáncer de páncreas» tenía en casa tres hijos y no sabía cómo pagar las facturas, pues ella conocía a las personas por sus nombres, no por su diagnóstico.

 

Los padres de Elisabeth no iban a la iglesia y eso repercute en los hijos. Ella encontró la religión, su devoción y al Señor Dios al lado de los cientos de moribundos que atendió. De ellos aprendió mucho sobre la fe o la esperanza, sobre Dios y sobre la religión.

 

Algunos estudiantes del Seminario de Teología de Chicago llamaron a su puerta. También trabajaban en el tema de la muerte y los moribundos y solicitaron la ayuda de la joven doctora. Los primeros seminarios tuvieron lugar semanalmente bajo la forma de charlas con los pacientes terminales. Nunca antes la muerte se había observado de esta manera.

 

Hablaban a los que iban a morir. Enfermeras, sacerdotes del hospital, médicos y estudiantes venían a escuchar lo que los moribundos quieren enseñarles y lo que pueden aprender de ellos.

 

Hablarle de la muerte a alguien que está muriendo parecía entonces muy raro. Hablar con alguien cercano a la muerte acerca de su experiencia se criticaba como exhibicionismo y fue por ello rechazado por muchos.

 

En 1968, un conocido periodista de Nueva York le pide que escriba sobre su experiencia en los seminarios. Tres meses más tarde ésta le entrega el manuscrito. Su prioridad no fue promover la precisión de la ciencia médica sino aportar un acercamiento humanístico al tema de la muerte.

 

Su meta fue conseguir la comprensión emocional del proceso tanto desde el punto de vista de los médicos como de los pacientes. Al año siguiente apareció su libro que dio la vuelta al mundo: «Sobre la muerte y los moribundos», un libro sobre la gran incógnita, sobre lo que no se habla.

 

Trabajar con pacientes terminales requiere una cierta madurez. Debemos observar con atención cuál es nuestra propia actitud frente a la muerte antes de que podamos sentarnos, sin ansiedad, tranquilamente, al lado de un enfermo. Esto implica nuestra propia capacidad para afrontar la enfermedad terminal y la muerte. Si esto es un gran problema para nuestra vida y la muerte nos asusta o es un tópico lleno de miedo, nunca seremos capaces de afrontarla serenamente con un enfermo.

 

En su libro describe las cinco etapas diferentes por las que pasa todo paciente con un diagnóstico mortal: Negación, Rebelión, Negociación, Depresión y Aceptación. Al final cuando ha aceptado y llega a término con su propia muerte, esta persona se halla totalmente en paz. El ayudarle a atravesar estos cinco estados es una experiencia maravillosa. Por ellos deben pasar también los miembros de la familia.

 

Un hombre puede morir en paz si su mujer se lo permite y no le dice que no se vaya, que no la deje. En consecuencia, hay que dar permiso a que se vayan, hay que desapegarse, hay que ayudar a la familia a aprender la lección de dejar marchar. Si se consigue no sólo con el paciente sino con la familia, es una experiencia magnífica.

 

El trabajo de Elisabeth enfureció no sólo a sus colegas sino también a sus alumnos. Que se hablara del Hospital como el de «la muerte y los moribundos» en lugar del sitio de recuperarse y sanar, esto molestó aún más. 

 

Si educan en la escuela de medicina sólo y exclusivamente en curar, tratar y prolongar la vida y no se le ayuda a saber qué hacer como médico ante un paciente que va a morir en sus brazos, lo sentirá seguro como un fracaso y tratará desesperadamente de hacer otra cosa más.

 

Si comienzan a darse cuenta de que no se trata sólo de prolongar la vida, de que los médicos no curan prácticamente a nadie, sino que les ayudan a vivir lo más plenamente una vida con sentido, entonces los médicos cambiarán totalmente su actitud sobre lo que es esta profesión.

 

La escala de conflictos con colegas del hospital y la administración hizo que se cancelara su contrato después de tres años. Elisabeth había probado su teoría: las gentes viven mejor y las familias están más cohesionadas si cuando alguien está a punto de morir, se puede hablar de ello.

 

Elisabeth es invitada a hablar por todo el mundo. Su prioridad sigue siendo el cuidado de pacientes terminales. Inicia y crea el sistema de HOSPICES en Estados Unidos. Funda también los grupos de acompañamiento en el duelo y sigue interesándose por los pacientes alrededor del mundo.

 

Cuando empezó sólo trabajaba con adultos. Fue después que se dio cuenta de que nadie se ocupaba de los niños moribundos. Aquí es donde Carl Jung la ayudó mucho. Sin él, nunca lo hubiese podido hacer. Él descubrió muy temprano que los niños hablan a través de sus dibujos y que conocen su gravedad.

 

Una vez vio un dibujo de un niño de cinco años. Había pintado un tumor cerebral en el lado derecho de la cabeza. Él sabía que iba a morir. Puede verse mucho en los dibujos, pudo hablar con el niño. No fue necesario hablar sobre la muerte en abstracto. Le dijo:

 

-No podrás correr, tu pierna es de madera.

 

-Esto ya sucede ahora -me contestó.

 

Estuvimos hablando sobre la pierna de madera, luego sobre el cielo, las estrellas, la muerte, los ángeles que le ayudarán con la pierna de palo. Los niños son increíblemente perceptivos y serán nuestros maestros.

 

Cuando habla con niños muy pequeños le preguntan cómo es morir y siempre les dice que es como cuando un capullo se abre y el gusanito que había dentro sale volando como mariposa. Y este lenguaje simbólico procede de su experiencia en aquel campo de concentración donde en todos los barracones los niños habían grabado mariposas con las uñas. En Maydanek todas las paredes de los barracones estaban llenas de mariposas grabadas por niños.

 

Ella no sabía en aquel tiempo que los niños lo saben todo. Ahora lo sabe por su experiencia con pacientes moribundos. Cuando este envoltorio está tan estropeado y ya no puede vivir, libera a la mariposa. Eso es el auténtico ser interior.

 

Conoció una vez una niña que tenía lupus. Su mayor deseo era poder ir a casa por Navidad aún si tuviera que volver al hospital al día siguiente. Era su última Navidad. Le dijo que no era problema y que lo iba a consultar. Los doctores estuvieron en contra de su decisión, pues decían que podía enfriarse, morir y sería su culpa. Firmó el permiso, pues quería complacerla antes de que muriera.

 

Elizabeth Kubler Ross

 

De esta manera «secuestró» a varios niños, sabía lo que había que hacer para salir del hospital. Los niños le han enseñado mucho. Por la noche abría la ventana, llamaba a la ambulancia y le entregaba al niño a través de la ventana. Los enviaba a sus casas a pasar la Navidad con sus padres. Allí, el árbol era vivo y solía tener sus velas encendidas. Hizo estas cosas así muchas veces.

 

El trabajo de Elisabeth se extiende más y más fuera de los hospitales y de cuidadora de moribundos pasa a ayudar a los vivos. Su primera ocupación es terminar con los «temas pendientes» antes de que sea demasiado tarde. Casi todo el mundo tiene «temas pendientes» sin resolver y se requiere mucha energía para solucionarlos. Después de hacerlo, no queda miedo ni para vivir ni para morir. Comienza a organizar seminarios sobre «la vida, muerte y transición». Los participantes son pacientes, familiares, enfermeras, sacerdotes y asistentes sociales.

 

Elizabeth Kubler Ross y la Madre Teresa de Calcuta

 

En uno de estos seminarios había 90 o 100 personas en una sala. Se presentaban diciendo cuál era la razón de su asistencia. La regla principal era la confidencialidad. Nada de lo dicho saldría de la sala, ni un comentario.

 

Durante dos días se vivió el proceso de «exteriorización». Elisabeth sentada al frente de las colchonetas, presidía. Subían uno tras otro los asistentes y se les preguntaba cómo se sentí­an. Una mujer dijo:

 

-¡Odio a mi marido que acaba de abandonarme con tres niños pequeños!

 

Entregándole una manguera y unos guantes, la invitó a expresar su sentimiento pegando a los listines telefónicos. La mujer decía:

 

-¡Pero yo quiero a mi marido, no puedo pegarle!

 

Elisabeth le dijo:

 

-¡Eso sólo son listines telefónicos! 

 

Otro hombre comenzó a golpear y sólo fue la introducción. Elisabeth sabía dominar la situación con pocas y sencillas palabras.

 

Elizabeth Kubler Ross con una paciente

 

Acudían muchos por miedo a la muerte y después descubrían que temían a la vida. A través de estos talleres la gente comenzó a conocerse mejor y de esa manera aprendieron a vivir. Los talleres eran el primer paso para trabajar sobre ellos mismos.

 

Los talleres tuvieron gran aceptación. En los años 1970 los experimentos sobre nuevas formas de psicoterapia se expandieron a muchos países. Elisabeth fue nombrada «mujer del año» en Estados Unidos y recibió docenas de títulos y doctorados «honoris causa».

 

Todavía vivía con sus hijos y su marido en Chicago pero los lazos familiares fueron puestos a prueba. Elisabeth era adicta al trabajo, era buena en el trabajo y para ganar dinero, pero no era buena para disfrutarlo. Su marido amaba la buena vida y se quejaba que ella lo dejaba siempre solo y le dio un ultimátum, pero ella no aceptó y se marchó.

 

Elisabeth dejó a su familia, se instaló en California y compró una casa en Escondido, cerca de San Diego. Allí cumplió su anhelado deseo de fundar un centro sólo para ella. Se llamó «Shanti Nilaya». Este nombre significa «La Casa de la Paz». Eran doce personas, trabajando día y noche no sólo aquí, sino repartidos por todo el mundo. El centro era un concepto más que un lugar.

 

Durante años, Elisabeth buscó una definición clara sobre la muerte. Recolectó testimonios de experiencias cercanas a la muerte. Se interesó especialmente sobre los niños que horas antes de morir hablan de haber recibido la visita de seres ya fallecidos. Investigó y experimentó lo que sucede después de la muerte. Describió los encuentros que ella tuvo con personas ya fallecidas. Su afirmación definitiva y desafiante era que la muerte no existe, es una ilusión.

 

Si hablamos de la experiencia del proceso del morir, el tema importante es qué sucede cuando atravesamos el umbral. No hablamos de la muerte clínica, que puede ser reanimada, sino de la muerte biológica, la muerte total que incluye la del cerebro y entonces la resurrección es imposible.

 

Elizabeth Kubler Ross con una paciente

 

Elisabeth afirmaba que se podrían tener veinte mil experiencias cercanas a la muerte y eso no significaría nada. Los científicos hablan de la falta de oxígeno o algo bioquímico, pero podía probar que hay vida después de la muerte. Lo demostraba al confirmar científicamente lo que las personas experimentan antes de su muerte irreversible.

 

Si has visto el otro lado, si has visto la luz, ya no temes a la muerte. Esta luz no es energía ni física, ni psíquica, de la cual las personas puedan crear un cuerpo nuevo. Esto es real pero no es la realidad.

 

Posteriormente, Elisabeth se divorcia, fallece su ex esposo y cierra «Shanti Nilaya»: un sueño se rompió.

Elisabeth no se rinde, lejos de un centro urbano en la costa totalmente opuesta a California, rumia un nuevo proyecto.

 

En un lugar remoto de los montes Apalaches compró una granja de 120 hectáreas de bosque y pastos. En 1984 se instaló allí. Su plan era construir un centro para cursos y terapias que incluyera el trabajo en el campo. A los pabellones existentes añadió una gran casa para vivir y tres casas redondas para impartir seminarios y talleres.

 

En aquellos días apareció una enfermedad llamada SIDA. A través de seminarios Elisabeth contactó con la dimensión trágica de esta enfermedad. Reaccionó rápidamente ideando un nuevo proyecto. Cerca de su granja construiría un edificio para alojar a los niños con SIDA. Contrató a personas de la zona que hicieron un buen trabajo, pero no les gustaba la idea de crear un HOSPICE para niños con SIDA. No querían oír hablar de ello.

 

La resistencia de los habitantes del Valle alcanzó grandes proporciones. Miedos y rumores circularon enseguida. La charla sobre el proyecto del HOSPICE para niños tuvo que ser hecha bajo protección policial. En cuanto Elisabeth comenzó a hablar la gente silbaba gritando:

 

-¡No te entendemos pues eres extranjera!

 

En lugar de apoyo popular, el HOSPICE recibió la negación del permiso. Un desengaño amargo, pero no dejó que la echaran. Gracias a los propios cultivos de su granja, Elisabeth casi llegó a ser autosuficiente. Virginia se convirtió en su nuevo hogar.

 

Sus hermanas la visitaban con asiduidad y trabajaban en la granja con amigos y voluntarios procedentes de todo el mundo. Del proyecto del HOSPICE se había despedido ya, pero la tensión persistía. El tono duro que usaba al hablar con los empleados suyos ayudó muy poco.

 

En octubre de 1994, la casa de Elisabeth fue incendiada, no había nadie dentro. Ella estaba impartiendo un seminario y recibiendo unos premios. Regresó aquel día a medianoche y llegó a la granja que ardía todavía. Todo se destruyó, incluso el pequeño coche que solía usar.

 

El fuego no sólo destruyó sus manuscritos, sino también los que personas del campo de la investigación que estudiaban juntos le habían enviado. El material era de grandísimo valor y no se podrá reproducir en muchos casos.

 

Su hijo Kenneth quiso sacarla del lugar, temía por su persona. Salió del pueblo a comprar una alguna ropa y al día siguiente se la llevó. Ella no paraba de decir:

 

-¡Quiero reconstruirlo!

 

Y su hijo dijo:

 

-No, madre, regresamos a Arizona y te quedas donde yo vivo un tiempo.

 

Luego compró una casa para ella a media hora de coche de distancia.

 

Tras una serie de pequeños infartos, el día de la Madre de 1995 sufrió uno mayor, esta vez grave. El resultado: varias estancias en el hospital, hemiplejía y dolores fuertes. Todo fue muy triste, los infartos la cambiaron mucho. Se volvió paranoica.

 

Elisabeth está deprimida, triste y sola, vive cerca del desierto de Arizona, retirada del mundo tras el último percance que la lesionó tan brutalmente. Pasa 18 horas diarias sentada en una silla y eso no es vida para ella, es no existir, es vegetar.

 

Su hijo Kenneth la visita de vez en cuando. Los medios de comunicación dicen de ella que la señora de la muerte y los moribundos es incapaz de manejar su propia muerte.

 

Uno de esos largos días recibió la llamada de un desconocido llamado José. Hoy lo llama «mi sanador». Se convirtió en uno de los más asiduos acompañantes de estos últimos años. Elisabeth le preguntó a José:

 

-¿Qué debo aprender todavía?

 

-¡Un montón de cosas! -le contestó.

 

-No me las expliques, enséñamelas de una en una y las aprenderé todas hasta acabar -le pidió.

 

Primero tuvo que aprender a quererse a sí misma. Era algo que odiaba.

 

-¿Tengo que quedarme sentada como una idiota amándome a mí misma? -preguntó ella.

 

-Sí, puedes hacerlo si quieres -le contestó José.

 

Tenía que mirarse al espejo, pero esto era imposible para ella.

 

-Debes ejercitar hasta lograrlo -le indicó José.

 

Cada ejercicio era peor que el anterior. Un día le dijo que ya sabía lo que ella tenía que aprender: A rendirse.

 

-¡Una suiza no se rinde! ¡Rendirse significa ceder y yo no me rindo fácilmente, quiero todo y ahora! -respondió ella.

 

Después de un tiempo Elisabeth se dio cuenta de que debía dejar que el Jefe se ocupara de las cosas. Una vez aprendido esto, todo fue más fácil.

 

El 8 Julio 2001 las tres hermanas celebraron juntas su 75 aniversario. Con gran sorpresa de todos, Elisabeth llegó desde América. Fue la última vez que las trillizas estuvieron juntas. Pocos meses más tarde moriría Erika.

 

 

Elizabeth Kubler Ross y sus hermanas Eva y Erika

 

Elisabeth falleció el 24 Agosto 2004 en Scottsdale, Arizona. Fue una persona de espíritu crítico, curiosa ante lo desconocido, tenaz y rebelde. Fue pionera en el movimiento de cuidados paliativos y del estudio de la muerte y fue una de las voces que desde el mundo científico defendió con más vehemencia la idea de que la conciencia sobrevive al fin del cuerpo físico.

 

Stefan Haupt «Facing Death»

 

 

Elizabeth Kubler Ross su esposo Emanuel Ross e hijos

 

No pienses en la muerte. Si no, te vendrá a buscar antes de tiempo. No hables de ella, podrías atraerla. Silénciala y así te olvida.

 

Un bautizo, una boda, un funeral. Actuamos como si fuéramos eternos. Un latido del tiempo y todo se desvanece. Desaparecen los invitados. O nos sentamos sobre las ramas del árbol de la vida observando el pasar de las gentes como hormiguitas. Sonreímos satisfechos.

 

Cuando llega una nueva vida, llega también el miedo, pues al mismo tiempo llega la muerte. La conciencia de la muerte transforma nuestra percepción sobre la vida. Ahí está y no puede posponerse. Sucede ahora.

 

Tuve una madre que durante toda su vida sólo dio y dio. Hay algo que no supo nunca: aceptar. Y su mayor miedo fue siempre pensar que podría convertirse en un vegetal, sencillamente no vivir, sino sólo vegetar. Tuvo un infarto y vegetó durante cuatro años, sin hablar, pero con plena lucidez. Era lo peor que le podía pasar.

 

Cuando se vive como trilliza los regalos son siempre problema. Yo lo entendí al cabo de varios años. Teníamos los mismos vestidos, los mismos zapatos, los mismos padres, el mismo dormitorio, la misma almohada, no teníamos absolutamente nada que pudiésemos llamar «mío». Teníamos las mismas notas y teníamos que ir siempre dándonos las manos al colegio. El primer recuerdo de mi hermana, a los dos años y medio aproximadamente, es que mi padre la bañó dos veces seguidas a ella dejándome a mí sin baño aquel día.

 

Esta vida mía ha sido muchas cosas, pero jamás fácil. Esto una realidad, no una queja. He aprendido que no hay dicha sin contratiempos. No hay placer sin dolor.

 

Durante toda la vida se nos ofrecen pistas que nos recuerdan la dirección que debemos seguir. Si no prestamos atención, tomamos malas decisiones y acabamos con una vida desgraciada. Si ponemos atención, aprendemos las lecciones y llevamos una vida plena y feliz, que incluye una buena muerte.

 

Los niños moribundos, mucho más que los adultos dicen exactamente lo que necesitan para estar en paz. La mayor dificultad está en escucharles y hacerles caso.

 

No se puede sanar el mundo sin primero sanarse uno mismo.

 

Los curas a veces hacen más daño que ayuda. En lugar de dar amor incondicional, actuando de forma ejemplar para que los niños aprendan del ejemplo, siembran miedo y culpa. Hacen esto para llenar sus iglesias y hacerlos dependientes de ellos. Usan a Jesús como excusa diciendo que él les castigará después. Esto son tonterías. Por las experiencias de la vida después de la muerte que he conocido puedo decirlo: nadie fue castigado por Jesús. Por el contrario, todos ellos recibieron amor incondicional. Jesús no es un vengador ni un juez. Esto es falso y me disgusta mucho.

 

Hoy estoy segura de que hay vida después de la muerte y que la muerte, nuestra muerte física, es sencillamente la muerte del envoltorio. La conciencia y el alma prosiguen en un plano distinto. No hay ninguna duda.

 

El mundo sólo tiene un Dios, tanto para los protestantes como para los católicos, los budistas o los judíos. Yo hablo siempre a este Dios y Creador de todo lo vivo. Yo creo en esto.

 

Al final de tu vida recuerdas dos cosas: Primero, los momentos en que se te amó de modo incondicional, quizá una abuela te abrazó cuando llegabas con los pantalones rotos y la nariz sucia. Y aun así te abrazó. Luego recuerdas también los desafíos de la vida, el dolor de perder un hijo o perder la visión o aceptar una parálisis y cuando a quien quieres mucho nos abandona. Pues 20, 30, 40 años más tarde, en el lecho de muerte, revives tu vida, te das cuenta de que fueron desafíos de la vida que te dieron raíces y ayudaron a crecer.

 

Dra. Elisabeth Kübler-Ross

 

Elizabeth Kubler Ross y sus hermanas Eva y Erika

 

 

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